sábado, 31 de marzo de 2018

Domingo de Pascuas de Resurrección



(Ciclo B - 2018)

         Si en el Viernes y el Sábado Santo la Iglesia guardaba luto y hacía duelo por la muerte de su Señor, el Domingo de Resurrección, por el contrario, exulta de alegría y gozo y su canto de alabanzas y acción de gracias al Cordero se eleva hasta llegar al trono mismo de Dios. Expresando este estado de alegría celestial que la embarga y señalando su causa, la Iglesia canta en el Pregón Pascual: “Exulten por fin los coros de los ángeles,/exulten las jerarquías del cielo,/y por la victoria de Rey tan poderoso/que las trompetas anuncien la salvación”. La Iglesia, la Esposa Mística del Cordero, que el Viernes y el Sábado Santo lloraba en silencio la muerte de su Esposo, hoy llama a la alegría a los ángeles del cielo y llama a estos a que toquen las trompetas de la salvación. “Goce también la tierra,/inundada de tanta claridad,/y que, radiante con el fulgor del Rey eterno,/se sienta libre de la tiniebla/que cubría el orbe entero”. No solo el cielo, sino la tierra, es decir, los hombres, que por el pecado de Adán habían caído en el pecado, debe alegrarse y esa alegría le es comunicada por la luz y el fulgor que brotan del Ser divino del Rey eterno, Cristo Jesús. “Alégrese también nuestra madre la Iglesia,/revestida de luz tan brillante;/resuene este templo con las aclamaciones del pueblo”. El Cielo, la tierra, pero también la Iglesia, debe exultar de alegría y en la Iglesia, revestida de la luz de la gloria del Cordero, deben resonar las aclamaciones de alegría de los redimidos por la Sangre del Cordero. “En verdad es justo y necesario/aclamar con nuestras voces/y con todo el afecto del corazón/a Dios invisible, el Padre todopoderoso,/y a su único Hijo, nuestro Señor Jesucristo”. La Iglesia Santa debe dar gracias a Dios Trino: al Padre, que por el Espíritu Santo, envió a su único Hijo, Jesucristo, a ofrecerse en sacrificio por nuestra salvación. “Porque él ha pagado por nosotros al eterno Padre/la deuda de Adán/y, derramando su sangre,/canceló el recibo del antiguo pecado”. Jesús, el Segundo y definitivo Adán, ha pagado con el precio altísimo de su Sangre Preciosísima la deuda del Primer Adán, cancelando el pecado para siempre. “Porque éstas son las fiestas de Pascua,/en las que se inmola el verdadero Cordero,/cuya sangre consagra las puertas de los fieles”. En el Antiguo Testamento, el Ángel marcaba los dinteles de las puertas de los hebreos con la sangre del cordero pascual, pero eso era solo una figura de esta Pascua, en la que los labios de los integrantes del Nuevo Pueblo Elegido son marcados con la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios y por esta razón ésta es la Verdadera y Única fiesta de Pascuas, en las que se inmola el Verdadero y Único Cordero Pascual, Jesucristo. “Ésta es la noche/en que sacaste de Egipto/a los israelitas, nuestros padres,/y los hiciste pasar a pie el mar Rojo”. En el Antiguo Testamento, los israelitas fueron sacados de la esclavitud de Egipto y por el milagro del mar, atravesaron el Mar Rojo a pie, pero era solo una figura de esta Pascua, en la que los bautizados en la Iglesia Católica realizan su Paso, su Pascua, desde el pecado a la vida de la gracia, atravesando el desierto de la vida e ingresando no en el Mar abierto en dos, sino en el Costado abierto del Redentor, su Corazón traspasado por la lanza. “Ésta es la noche/en que la columna de fuego/esclareció las tinieblas del pecado”. El Pueblo Elegido se guiaba durante la noche por una nube de fuego, pero era solo la figura del Fuego del Espíritu Santo, brotado del Corazón traspasado del Salvador, que ilumina las almas de los hombres que viven “en sombras y tinieblas de muerte”. “Ésta es la noche/en que, por toda la tierra,/los que confiesan su fe en Cristo/son arrancados de los vicios del mundo/y de la oscuridad del pecado,/son restituidos a la gracia/y son agregados a los santos”. Por la brillante luz que brota del Santo Sepulcro en la Noche de Resurrección, los que viven en el pecado son iluminados por esta luz santa y como es una luz viva que concede la gracia, los que son iluminados por la luz que brota del Ser divino trinitario de Jesús el Domingo de Resurrección, comienzan a vivir la vida de la gracia y sus nombres se inscriben en el cielo. “Ésta es la noche/en que, rotas las cadenas de la muerte,/Cristo asciende victorioso del abismo./¿De qué nos serviría haber nacido/si no hubiéramos sido rescatados?”. En la noche de Pascuas, la Iglesia observa, entre la admiración y el éxtasis, a su Esposo, que asciende victorioso del Abismo, luego de haber vencido al Pecado, al Demonio y a la Muerte, y después de haber roto las cadenas de la muerte que nos cubrían, la Iglesia nos llama a alegrarnos por haber nacido por el bautismo a la vida de hijos de Dios, ya que de nada vale nacer si se es solo hijo de Adán. “¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros!/¡Qué incomparable ternura y caridad!/¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!”. La Santa Madre de Iglesia se asombra y alaba, entre gritos de júbilo, la inmensa misericordia del Padre, que por salvarnos a nosotros, los esclavos, entregó a la muerte en cruz a su Único Hijo, el Señor Jesús. “Necesario fue el pecado de Adán,/que ha sido borrado por la muerte de Cristo./¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!”. Citando a San Agustín, la Iglesia se alegra por el pecado de Adán, pero no por el pecado en sí mismo, que jamás es motivo de alegría, sino porque por el pecado, Dios Trino se compadeció de nuestra miseria y nos envió un tan maravilloso y grandioso Redentor, el Hombre-Dios Jesucristo, el Verbo Eterno del Padre encarnado en el seno de María Virgen. “¡Qué noche tan dichosa!/Sólo ella conoció el momento/en que Cristo resucitó de entre los muertos”. La noche de Pascua es una noche dichosa, de alegría, porque en esta noche se produjo el Paso, la Pascua, de la muerte a la vida, de aquellos que estaban muertos al pecado y ahora viven la vida de hijos de Dios, gracias a la luz de gloria que brota de Jesús resucitado. “Ésta es la noche/de la que estaba escrito:/«Será la noche clara como el día,/la noche iluminada por mi gozo»”. Era una noche profetizada, una noche única, maravillosa, una noche que sería no oscura y tenebrosa, sino clara como el día, porque habría de estar iluminada por un Sol celestial, Cristo Jesús, que habría de iluminar el mundo con la luz de su Resurrección, más potente y brillante que la luz de miles de millones de soles juntos. “Y así, esta noche santa/ahuyenta los pecados,/lava las culpas,/devuelve la inocencia a los caídos,/la alegría a los tristes,/expulsa el odio,/trae la concordia,/doblega a los poderosos.”. Esta noche es santa porque la luz de la gloria de Jesucristo infunde la vida de la gracia en las almas y así el pecado desaparece, para dar lugar a todo tipo de dones y virtudes sobrenaturales; el hombre se vuelve hijo de Dios y hermano de su prójimo y desaparece en él la concupiscencia y la malicia del pecado, para dar lugar a que en su corazón florezcan todo tipo de virtudes. “En esta noche de gracia/acepta, Padre Santo/ este sacrificio vespertino de alabanza/que la santa iglesia te ofrece/por medio de sus ministros/en la solemne ofrenda de este cirio,/hecho con cera de abejas”. La Iglesia le pide a Dios Padre que acepte, por manos de los sacerdotes ministeriales, la ofrenda perfectísima de acción de gracias por una noche tan santa y sublime, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Jesús resucitado, simbolizados en el Cirio Pascual. “Sabernos ya lo que anuncia esta columna de fuego,/ardiendo en llama viva para gloria de Dios./Y aunque distribuye su luz,/no mengua al repartirla,/porque se alimenta de esta cera fundida,/que elaboró la abeja fecunda/para hacer esta lámpara preciosa”. La luz que se reparte desde el Cirio Pascual, hecho con la cera de la noble abeja, no disminuye al ser repartida y, por el contrario, ilumina toda la Iglesia: es símbolo de la luz de Cristo Resucitado que, brotando de su Ser divino trinitario el Domingo de Resurrección y atravesando su Cuerpo glorificado, ilumina la Iglesia, las almas y todos los domingos de la historia, hasta el fin del tiempo. Todos los Domingos, a partir de ahora, participarán de esta luz celestial que nace del Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial. “¡Qué noche tan dichosa/en que se une el cielo con la tierra,/lo humano y lo divino!”. La Noche de Pascuas es una noche admirable, porque se unen el cielo y la tierra, lo humano y lo divino, porque el Rey de los cielos, Cristo Jesús, la Segunda Persona de la Trinidad, une a sí a su Humanidad y la vivifica y la glorifica con su gloria divina, de manera que a partir de Él, los hombres, que viven en la tierra y están hechos de barro, serán divinizados y llenados de la gracia de Dios al recibir su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la Eucaristía. “Te rogamos, Señor, que este cirio,/consagrado a tu nombre,/arda sin apagarse/para destruir la oscuridad de esta noche,/y, como ofrenda agradable,/se asocie a las lumbreras del cielo./Que el lucero matinal lo encuentre ardiendo,/ese lucero que no conoce ocaso/y es Cristo, tu Hijo resucitado,/que, al salir del sepulcro,/brilla sereno para el linaje humano,/y vive y reina glorioso/por los siglos de los siglos./Amén”. La Iglesia suplica a Dios Trino que el Cirio Pascual, consagrado en honor de la Trinidad, “arda sin apagarse”, de modo que la Iglesia toda viva en un día sin fin y las tinieblas del error, del pecado, de la ignorancia, del cisma y de la herejía y también las tinieblas vivientes, desaparezcan para siempre. Pero la luz del Cirio Pascual es sólo un símbolo de la Verdadera y Eterna Luz que ilumina la Iglesia y las almas de los hombres, Cristo Jesús, el Cordero de Dios, la Lámpara de la Jerusalén celestial, el Sol de justicia, ante cuya claridad se disipan las tinieblas del pecado y de la muerte y las tinieblas vivientes, los habitantes del Infierno, huyen de su Presencia y se disipan, así como el humo se disipa con el viento, así como las tinieblas de la noche se disipan con la luz del sol. La Iglesia pide que luz del Cirio Pascual, que se enciende en la noche, permanezca encendida toda la noche, hasta la llegada del lucero de la mañana, de manera que la estrella matinal lo encuentre ardiendo y así se asocie a las estrellas del cielo. El verdadero lucero matinal, que no conoce ocaso, que no se apaga nunca, es el Cordero de Dios, Cristo Jesús, el Hijo Eterno del Padre, encarnado, muerto en la cruz y resucitado, cuya luz gloriosa, que emana de su Ser divino trinitario y se transparenta a través de su Cuerpo glorioso, Presente en la Eucaristía, brilla desde el Altar Eucarístico y desde el Sagrario, iluminando a toda la Iglesia y reina desde la Eucaristía, al igual que en su trono del cielo, por los siglos sin fin, por toda la eternidad.

Sábado Santo y Vigilia Pascual



(Ciclo B – 2018)

“A la madrugada del primer día de la semana, cuando salía el sol, María Magdalena, María, la madre de Santiago, y Salomé fueron al sepulcro (…) vieron que la piedra había sido corrida (…) Al entrar al sepulcro, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido con una túnica blanca. Ellas quedaron sorprendidas, pero él les dijo: “No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí” (cfr. Mc 16, 1-7). Las santas mujeres de Jerusalén van el Domingo a la madrugada con perfumes para ungir el Cuerpo –que ellas suponen muerto- de Jesús en el sepulcro. Al llegar, se dan cuenta de que la piedra ha sido removida de su lugar y cuando se asoman al sepulcro, un ángel les anuncia que Jesús de Nazareth, al que ellas buscan, no está en el sepulcro, porque “ha resucitado”.
Las mujeres santas de Jerusalén acuden al sepulcro esperando encontrarse con un Jesús muerto, con un sepulcro oscuro, frío, cerrado, en el que dominan la muerte, el dolor y la desolación. Sin embargo, se encuentran con un sepulcro abierto, iluminado por que entra en él la luz del sol al haber sido corrida la piedra de la entrada y, sobre todo, encuentran el sepulcro vacío y lo encuentran vacío no porque el cadáver de Jesús haya sido trasladado y cambiado de lugar por los discípulos, sino porque Jesús, como les dice el ángel, “ha resucitado”. Van a buscar el Cuerpo muerto de Jesús para ungirlo con perfumes y en cambio se encuentran con la alegre noticia de que el Cuerpo de Jesús está vivo, resplandeciente, glorioso, emanando el fragante y exquisito perfume de la gloria de Dios.
La resurrección gloriosa de Jesús, coronación magnífica de su misterio pascual, no es un hecho aislado que se detenga en Jesús, sino que se extiende a toda la humanidad porque toda la humanidad está llamada, a partir de ahora, a ser partícipe de esta Resurrección, cuyo significado supera lo que la mente humana puede comprender. La Resurrección de Jesús significa para la humanidad que la gloria de Dios, brotando del Ser divino trinitario de Jesús –Ser divino unido a su Cuerpo muerto y a su Alma puesto que la divinidad no se separó ni del Cuerpo ni del Alma de Jesús y esa es la razón por la cual el Cuerpo no se descompuso y el Alma bajó al Limbo de los Justos-, invade el Cuerpo sin vida de Jesús y, a medida que lo invade –brotando del Corazón de Jesús, la luz de la gloria divina se esparce por todo el Cuerpo en una fracción de segundo-, lo llena de la gloria, de la luz y de la vida de Dios. La Resurrección implica no solo que el Cuerpo se detiene en su proceso de muerte al estar separado del Alma, sino que el Alma, unida a la Divinidad, se une al Cuerpo, en el cual también está la divinidad, produciéndose así la reunificación del Cuerpo con el Alma y puesto que ambos poseen la vida y la gloria trinitaria, la gloria de Dios, que es luminosa, resplandece a través del Cuerpo glorificado de Jesús. Al unirse nuevamente el Alma y el Cuerpo de Jesús de Nazareth, por obra del Ser trinitario divino, Jesús regresa a la vida, pero no la vida natural de la naturaleza humana, sino la vida divina de la gloria de Dios. Y puesto que la gloria de Dios es luz y la luz de Dios es vida, el Cuerpo resucitado de Jesús resplandece con la luz de la gloria divina iluminando con su divino resplandor el Santo Sepulcro y el Domingo de Resurrección y, por su intermedio, a todo día Domingo que habrá de existir hasta el fin del tiempo. El Cuerpo glorioso de Jesús, lleno de la vida de Dios, comunica de esa vida divina a quien ilumina: esto es lo que explica la reacción de los discípulos, no solo de Emaús, sino la de todos los discípulos a los que Jesús resucitado se les aparece: de la tristeza humana por el dolor de la crucifixión pasan a la alegría celestial del Domingo de Resurrección; del desconocimiento de Jesús pasan a reconocerlo como a Jesús resucitado; de la vida natural, pasan a comenzar a vivir la vida de la gracia que se irradia de Jesús. La Resurrección de Jesús es mucho más que detención del proceso de muerte y mucho más que simplemente regresar a esta vida para continuar viviendo con esta vida natural y humana, como sucedió en la resurrección de Lázaro: implica volver a la vida desde la muerte, pero para comenzar a vivir con una vida nueva, que no es la humana, sino la vida divina, la vida misma de Dios Uno y Trino.
“No teman. Ustedes buscan a Jesús de Nazaret, el Crucificado. Ha resucitado, no está aquí”. Al igual que las santas mujeres antes de llegar al sepulcro que buscaban a un Jesús muerto, muchos dentro de la Iglesia viven y se comportan como si Jesús no hubiera resucitado, como si Jesús todavía estuviera muerto, tendido en la fría loza del sepulcro, sin vida. Y esto se demuestra porque muchos cristianos viven, en la vida cotidiana, la vida de todos los días, como si Jesús no existiera: en el fondo de sus corazones, no creen que Jesús haya resucitado y ésa es la razón por la cual no viven según sus Mandamientos y no acuden el Domingo a recibir su Cuerpo glorioso en la Eucaristía y es la razón por la cual, sin la vida de Cristo en sus almas, no dan testimonio de ser cristianos, perdiendo la Iglesia todo tipo de influencia moral y espiritual en la vida civil, moral y espiritual de las naciones.

Sin embargo, Jesús ha resucitado y el sepulcro oscuro y frío del Viernes y Sábado Santo, se iluminó con la luz de su gloria divina el Domingo de Resurrección, llenando la tierra con un soplo de vida nueva, la vida del Espíritu de Dios. Ésta es la alegre noticia que los cristianos debemos transmitir al mundo, la misma noticia que las mujeres santas de Jerusalén recibieron de labios del ángel: Jesús ha resucitado, su Cuerpo muerto ya no está en el sepulcro, porque su Cuerpo vivo y glorioso vive con la vida de Dios. Pero a diferencia de las mujeres santas de Jerusalén, nosotros tenemos que comunicar al mundo –con obras de misericordia y caridad y no tanto con palabras- no solo que el Cuerpo muerto de Jesús ya no está en el sepulcro, sino que el sepulcro está vacío porque el Cuerpo vivo, glorioso y resucitado de Jesús está en la Eucaristía, en el sagrario. Como cristianos, no podemos anunciar solamente que Jesús ha resucitado y que ha dejado vacío el sepulcro, sino que con su Cuerpo glorificado ocupa un lugar, el sagrario, porque está vivo y glorioso en la Eucaristía. Éste es el alegre mensaje, la alegre noticia, que el mundo espera recibir de nosotros, los cristianos: Cristo ha resucitado y con su Cuerpo glorioso está en la Eucaristía.

Sermón de la soledad de Nuestra Señora de los Dolores al pie de la cruz



         Es el Viernes Santo, apenas pasadas las tres de la tarde, hora de la muerte de Jesús en la cruz. La Virgen Santísima, que ha permanecido de pie al lado de Jesús durante su crucifixión y agonía, continúa todavía de pie, al lado del cadáver de su Hijo, a la espera de que los discípulos y amigos de Jesús descuelguen de la cruz su Cuerpo sin vida.
         El Inmaculado Corazón de María, en el que habita el infinito Amor de Dios, es invadido ahora por un océano de dolor infinito; un dolor que la oprime hasta el punto de quitarle la vida, si es que Dios no la sostuviera en el ser; un dolor que crece por oleadas y que se hace cada vez más intenso con cada oleada; un dolor en el que se concentra literalmente todo el dolor del mundo. Es un dolor que se le suma al dolor de la Pasión, porque si bien la Virgen no sufrió físicamente la Pasión, sí la sufrió moral y espiritualmente, al participar místicamente del misterio pascual de su Hijo Jesús. Es el dolor causado por la muerte del Hijo de su Amor, Cristo Jesús. Es un dolor que parece quitarle la vida, porque Cristo Jesús era su Vida toda y por eso a la Virgen le parece que aunque está viva y al pie de la cruz, a su Alma inmaculada le parece que le ha sido arrancada la vida, de manera que el agobio del dolor le hace parecer que aunque está viva, se siente muerta, de manera tal que si alguien pudiera padecer la muerte y al mismo tiempo seguir vivo, ese alguien es la Virgen Santísima al pie de la cruz.
El dolor que experimenta la Virgen es el cumplimiento cabal, pleno, perfecto, de la profecía del justo Simeón, cuando al recibir al Niño en el templo, inspirado por el Espíritu Santo, le anunció que por ser la Virgen y Madre de Dios, un dolor intensísimo como una espada de acero le habría de atravesar el corazón, su Inmaculado Corazón: “Y a ti, una espada de dolor te atravesará el Corazón”. Ya la Virgen había experimentado este dolor a lo largo de la vida de Jesús, cuando el Espíritu de Dios le había anticipado que su Hijo habría de morir para salvar a los hombres, pero ahora este dolor no tiene límite, restricción ni barrera alguna y es tanto el dolor, que no una sino siete espadas de acero filosísimo y lacerante parecen atravesarle, al mismo tiempo y sin piedad, su Inmaculado Corazón.
En silencio, María Santísima llora al pie de la cruz: el dolor que oprime su Corazón sin mancha se convierte en abundantes lágrimas de agua y sal que de sus ojos bajan por su rostro purísimo y van a caer sobre el Rostro pálido, tumefacto, cubierto de lodo, sangre y escupitajos de su Hijo Jesús, Rostro que así es lavado con las lágrimas de la Virgen, quedando ya listo para ser cubierto por la sábana mortuoria.
Llora la Virgen por la muerte de su Hijo, pero llora también por sus hijos adoptivos, porque antes de morir, la Virgen aceptó el pedido de su Hijo de ser la Madre adoptiva de todos los hombres y es por eso que los hombres son sus hijos. Pero en este momento, la Maternidad Divina de María le significa el recibir un dolor inmenso, la muerte de sus hijos adoptivos, sobre otro dolor inmenso, la muerte de su Hijo Jesús. Al llanto por su Hijo Jesús, se le agrega ahora el llanto por sus hijos adoptivos. Llora por los hombres, a los que ha adoptado al pie de la cruz, porque muchos de sus hijos se pierden por los caminos del mundo y no siguen el camino de la cruz; muchos de sus hijos siguen las huellas del espíritu maligno que conduce a los pastizales de Asmodeo y muy pocos son los que siguen los pasos ensangrentados del Cordero Inmaculado, Cristo Jesús; muchos de sus hijos prefieren las tinieblas y no la luz de Jesús; muchos de sus hijos abandonan el camino estrecho de la salvación, el Via Crucis, por los caminos anchos y espaciosos del mundo, que conducen a la eterna perdición; llora la Virgen con silencioso llanto, porque muchos de sus hijos eligen al Príncipe de las tinieblas y no al Rey de los cielos, Cristo Jesús. La Virgen llora por sus hijos muertos por el pecado del ocultismo, del satanismo, de la magia negra, de la adoración a los ídolos demoníacos como la Santa Muerte, el Gauchito Gil, la Difunta Correa. La Virgen llora por sus hijos atrapados por ideologías inhumanas y anti-cristianas, como el comunismo y el socialismo marxista, que domina naciones enteras en el cumplimiento de las profecías de Fátima: “Rusia esparcirá sus errores (el comunismo) por el mundo entero”. La Virgen llora por sus hijos atrapados por la lujuria –“el pecado de la carne es el que más almas lleva al Infierno”, advierte la Virgen en Fátima-, reivindicada en nuestros días como un derecho humano y no como un pecado. Llora la Virgen porque por estos y muchos otros pecados más, sus hijos adoptivos, enarbolando las banderas de la contra-natura y del aborto como derechos humanos, se encaminan enceguecidos hacia el Abismo del que no se retorna. Llora la Virgen en silencioso llanto y nosotros, postrados ante la Cruz y adorando la Sangre Preciosa del Cordero que empapa el leño, nos cubrimos con el manto de la Virgen y, a la espera confiada del cumplimiento de las palabras del Señor de habría de resucitar “al tercer día”, lloramos y nos dolemos por nuestra propia iniquidad y le pedimos a la Virgen la gracia de la contrición perfecta del corazón, para no ser ya más la causa del dolor de su Inmaculado Corazón.

viernes, 30 de marzo de 2018

Viernes Santo



(Ciclo B – 2018)

         “Cuando Yo sea elevado en lo alto, atraeré a todos hacia Mí” (Jn 12, 32). El Viernes Santo es un día de luto para la Iglesia Católica. No por el recuerdo de la muerte del Sumo y Eterno Sacerdote, Jesucristo, sino porque la Iglesia, por el misterio de la liturgia, participa del Viernes Santo y de la muerte del Redentor. En otras palabras, para la Iglesia Católica, el Viernes Santo es día de luto porque está, misteriosamente presente, en el momento en el que el Señor Jesús muere sobre la cruz. La expresión de este día de luto y dolor y la gravedad que significa, se representa en la posición del sacerdote ministerial al inicio de la ceremonia: sobre una alfombra roja, se extiende de cara al suelo y allí permanece postrado en señal de luto y duelo por la muerte del Señor. Si el Sumo y Eterno Sacerdote ha muerto, entonces el sacerdote ministerial ha perdido todo su poder y toda su razón de ser y si el sacerdote ministerial ha perdido su poder y su razón de ser, la grey de Dios, los bautizados en la Iglesia Católica, han quedado sin pastores, porque ha muerto el Pastor Sumo y Eterno y así queda la grey inmersa en tinieblas, las tinieblas del error, del pecado y de la muerte, pero también inmersa y envuelta en las tinieblas vivientes, los Demonios. Cuando Jesús murió el Viernes Santo, el Evangelio narra que el sol se oscureció y el mundo se oscureció. Ese eclipse cósmico era solo la figura y el anticipo de las tinieblas espirituales en las que la humanidad y la Iglesia habrían de quedar inmersas luego de la muerte del Redentor. Jesús es el Sol de justicia y su muerte el Viernes Santo equivale a algo más que un eclipse: es como si el astro sol se apagara repentinamente y dejara de emitir su luz. En el mundo del espíritu, la muerte del Hombre-Dios en la cruz es algo análogo, en el sentido de que las almas dejan de recibir la luz de su gracia y quedan envueltas en las más profundas tinieblas espirituales, las tinieblas del error, del pecado, de la herejía y del cisma, además de quedar las almas humanas dominadas y subyugadas por las tinieblas vivientes, los demonios, a cuya mando se encuentra la Serpiente Antigua.
         El Viernes Santo, además de día de duelo y dolor, parece ser el día del triunfo total del Demonio, del pecado y de la muerte sobre el Hombre-Dios y, por lo tanto, sobre la humanidad entera porque entre los tres enemigos de la raza humana han logrado dar muerte al Hombre-Dios. Sin embargo, esto es solo en apariencia, porque en realidad, es el día del más completo triunfo de Dios Trino y el Cordero sobre estos tres grandes enemigos de la humanidad. En el mismo momento en el que el Señor Jesús muere en la cruz, el Demonio queda vencido para siempre, porque muerde el anzuelo que le da la muerte, el Cuerpo de Jesucristo crucificado; la muerte queda destruida, porque el Dios de la Vida mata a la muerte con su muerte y derrama sobre los hombres la Vida divina por medio de la Sangre y el Agua que brotan de su Corazón traspasado, que se comunican por los sacramentos; el pecado queda cancelado, quitado, borrado, porque el que muere en forma vicaria y expiatoria es el Cordero Inmaculado, el Cordero sin mancha, que con su muerte y la ofrenda de su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad, no solo cancela para siempre la deuda del hombre con Dios, sino que concede al hombre algo que ni siquiera podía imaginar y es la adopción del como hijo adoptivo de Dios y el don de la vida de la gracia.
Al morir en la cruz, el Hijo de Dios cumple con su palabra: “Cuando Yo sea levantado en alto, atraeré a todos hacia Mí”: al ser crucificado, y al ser su Corazón traspasado, derrama sobre los hombres el Espíritu Santo junto con su Sangre Preciosísima y el Espíritu Santo, descendiendo sobre los hombres, los atrae hacia el Corazón traspasado del Hijo de Dios con un movimiento ascendente para que, del Corazón del Hijo, los hombres sean llevados al seno del Eterno Padre.
         El día Viernes Santo es un día de luto, de duelo, de dolor, para la Iglesia Católica, porque muere en la cruz el Redentor. Pero es también día de serena alegría y de confiada espera en la Resurrección, porque es el día del cumplimiento de las palabras de Jesús: “Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33); es el día en el que Dios desde la cruz vence sobre los tres grandes enemigos del hombre, el Demonio, el Pecado y la Muerte. El Viernes Santo es día de dolor y de luto, pero también de serena calma: junto a la Virgen, la Iglesia, guardando el duelo y el dolor, espera confiada en las promesas de su Señor hasta el Domingo de Resurrección, en que Él saldrá del sepulcro triunfante, victorioso, glorioso, para no morir jamás.


jueves, 29 de marzo de 2018

Jesús en la prisión



         Luego de ser traicionado y entregado por Judas Iscariote, Jesús es apresado en el Huerto por los guardias al servicio de Caifás. Encadenado y luego de ser conducido ante Anás y Caifás, es trasladado a la prisión. Jesús ha recibido ya la condena de muerte. Él, que es el Cordero Inmaculado, ha sido condenado a muerte por los hombres caídos en el pecado. Él, cuya pureza divina hace palidecer al sol, es condenado a morir para salvar a los hombres que viven “en tinieblas y en sombras de muerte”. El juicio ha sido injusto; los testigos han dicho solo falsedades. Jesús es condenado por decir la verdad acerca de Dios: Dios es Uno y Trino; Dios Padre es su Padre y Él es Dios Hijo y ambos, el Padre y el Hijo, envían a Dios Espíritu Santo al mundo. El juicio es injusto y mucho más la condena, porque no se puede condenar a nadie sobre la base de falsedades, medias verdades y mentiras y mucho menos se puede condenar, por decir la verdad, a Aquel que es la Verdad Encarnada, Cristo Jesús. Quienes han armado el juicio y hecho desfilar los testigos falsos, no tienen a Dios por Padre, sino al Demonio, porque el Demonio es “el Padre de la mentira” (cfr. Jn 8, 44). Nunca jamás está asistido por el Espíritu de Dios quien dice mentiras. La mentira brota del corazón humano infectado por el pecado, ya que es uno de sus frutos envenenados, como lo dice Jesús: “Es del corazón del hombre de donde surgen toda clase de cosas malas” (cfr. Mt 15, 21-23). Y luego enumera una larga serie de pecados, entre ellos, “las malas intenciones”, es decir, la mentira: “(…) las malas intenciones, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, la avaricia, la difamación, el orgullo el desatino”. La mentira puede también ser inducida por el Padre de la mentira, Satanás. Es decir, o proviene del hombre y su corazón corrompido por el pecado, o proviene de Satanás, o proviene de ambos, pero jamás de Dios. Nunca jamás provienen de Dios la mentira, el error, el cisma, la herejía, la falsedad, el engaño. Jesús, el Cordero Inmaculado, es la Verdad Absoluta de Dios encarnada; en Él no solo no se hayan jamás la mentira y el engaño, sino que resplandece la Verdad de Dios con todo su divino esplendor. Dios es Uno y Trino y Él, Jesús de Nazareth, es Dios Hijo encarnado, que ha venido al mundo para vencer al Demonio, para quitar el pecado del corazón del hombre y para destruir a la muerte, por medio de su sacrificio en cruz. Pero por decir la Verdad, aquellos que están guiados por el Príncipe de la mentira, lo condenan a muerte. Es un juicio inicuo y una muerte injusta, pero Jesús todo lo sufre con Amor y por Amor a Dios, su Padre, y por Amor a los hombres, a los cuales salvará al ofrecerse por ellos en el Ara Santa de la cruz.
         Ya en la prisión, habiendo recibido la sentencia de muerte, Jesús queda solo. Pero no descansan ni el Pensamiento de su Mente ni el Amor de su Corazón. Solo, en la prisión, sabiendo que ha de morir en pocas horas más, Jesús piensa en mí a cada segundo y en cada latido de su Sagrado Corazón, pronuncia mi nombre. Sí, Jesús, condenado a muerte, no piensa en Él; no piensa en lo injusto de su situación; no piensa en sus enemigos, que lo han condenado a morir; no piensa en nadie más que no sea en mí. Con su Sagrado Corazón me ama, a cada latido y con su poderosa Mente divina, piensa en mí y me nombra por mi nombre; puesto que Él es Dios eterno, el tiempo de cada hombre y de la humanidad entera están ante Él como un solo presente y es por eso que ve el momento en que Él mismo creó mi alma; el momento en el que la unió a mi cuerpo en el seno de mi madre; ve mi nacimiento, mi infancia, mi juventud, mi vida toda. Ve el día en el que infundió su Espíritu en mi espíritu por el bautismo; ve el día en el que por primera vez me alimenté de su Cuerpo y su Sangre; ve todas las veces en que su Divina Misericordia descendió sobre mi alma luego de confesar mis pecados. Ve mis alegrías y mis tristezas; ve mis esperanzas, mis desilusiones, mis fracasos y mis logros; ve a quienes amo y a quienes no amo; ve mis caídas y ve también mis pedidos de auxilio dirigidos a Él; ve también mis momentos de oscuridad, en los que pierdo el sentido de la vida y no recuerdo que Él me quiere consigo en el Reino de los cielos y que esta vida terrena es sólo una prueba, que se supera con el amor demostrado a Él y a su Padre Dios. En la prisión, Jesús no se acuerda de que hace días que no come y no bebe nada y por lo tanto desfallece de hambre y de sed: se acuerda en cambio de que tiene hambre y sed de mi alma y de amor y suspira entristecido porque se da cuenta que la mayoría de las veces no pienso en Él, sino en mí mismo y en mis cosas. En la prisión, Jesús no se acuerda que hace días que no duerme, sometido a la tensión de sus enemigos que desean su muerte, pero sí piensa en mi descanso y para que yo descanse, me deja su Corazón en la Eucaristía, para que en la adoración eucarística yo pueda, imitando a Juan Evangelista, reposar mi cabeza en su Sagrado Corazón, escuchar sus latidos de Amor y así, embriagado por su Divino Amor, descansar de tantas humanas fatigas, la inmensa mayoría de las veces, inútiles. En la prisión, Jesús ve toda mi vida, desde que fui concebido, hasta el día en que he de morir; ve el momento de mi Juicio Particular y ve mi destino eterno y para que yo pueda presentarme ante Él en el Juicio Particular, con las manos cargadas de obras de misericordia, es que me deja su Corazón Eucarístico, lleno del Amor de Dios, para que alimentándome yo de su Amor, pueda ser misericordioso con mis hermanos más necesitados y así escuchar, al final de mi vida terrena y al inicio de mi vida eterna, estas dulces palabras salidas de su boca: “Ven, siervo bueno, porque fuiste fiel en el Amor, entra a gozar de tu Señor”. Pero Jesús se apena cuando se da cuenta de que casi siempre, atraído por los falsos brillos multicolores del mundo y por sus cantos inhumanos, me olvido de su Presencia Eucarística, no me alimento del Amor de su Sagrado Corazón y mi corazón se vuelve oscuro y frío, porque no tiene en Él el Amor de Dios. En la prisión, Jesús está solo. Pero su Mente piensa en Mí y su Corazón late de Amor por mí. Sólo por mí. El Hombre-Dios, en su prisión de amor, el sagrario, renueva la soledad de la prisión de la noche del Jueves Santo y renueva también sus pensamientos y sus latidos de amor por mí. Jesús no quiere salir de la prisión; no quiere que su Padre envíe decenas de legiones de ángeles para liberarlo: Jesús quiere permanecer en prisión, quiere sufrir hambre, sed, cansancio, estrés, pena, dolor, solo para que yo lo visite. A esto se le suma la gran tristeza de su Corazón, al comprobar que yo, el Jueves Santo, que tengo la oportunidad de estar con Él en la prisión –toda la Iglesia está ante su Presencia en la Pasión-, me distraigo con los vanos entretenimientos del mundo. La tristeza de su Sagrado Corazón se hace más y más oprimente cuando Jesús ve que, en vez de acudir yo a visitarlo en su Prisión de Amor, el sagrario, prefiero dormir, como los discípulos en Getsemaní (cfr. Mt 26, 40). ¡Jesús está en la prisión del Jueves Santo y en la Prisión de Amor, el sagrario, solo para que yo le diga que lo amo! Dios Padre le ofrece a los ángeles más poderosos del ejército celestial, para liberarlo si Él así se lo pidiera, pero Jesús no quiere ser liberado: Jesús quiere permanecer en la cárcel solo por amor a mí, solo para que yo vaya a visitarlo y decirle que lo amo. ¿Y yo qué hago? ¿Me divierto? ¿Me olvido de Jesús? ¿Pienso solo en mí? ¡Cuánta ingratitud de mi parte, oh amadísimo Jesús! ¡Oh Madre mía, Nuestra Señora de la Eucaristía! Tú también sufres, pero no solo por tu Hijo Jesús, prisionero y condenado a muerte injustamente, sino también por mí, porque siendo yo reo de muerte, justamente condenado, no me decido a acudir a los pies de mi Salvador, Cristo Jesús, que por mí está en la Eucaristía noche y día, mendigando de mí una mísera muestra de amor! Virgen Santísima, puesto que mi amor es casi nada, dame del amor de tu Inmaculado Corazón, para que pueda yo, postrado a los pies de Jesús Eucaristía, pensar en Jesús y amar a Jesús, así como Él, en el Jueves Santo y en su Prisión de Amor, piensa en mí y me ama sólo a mí.

miércoles, 28 de marzo de 2018

Jueves Santo



"La Última Cena"
(Jacobo Tintoretto)

(Ciclo B – 2018)

         Sabiendo Jesús que ya había llegado la Hora de partir de este mundo al Padre, y habiendo amado a los suyos, los amó hasta el fin. El Jueves Santo, en la Última Cena, Jesús sabe que ha llegado la hora de su Pascua, de su Paso de esta vida a la vida eterna; sabe que ha llegado la hora de regresar al seno del Eterno Padre, de donde procede eternamente; sabe que ha llegado la hora de dejar este mundo y regresar a la gloria eterna del Padre en cuyo seno vivía desde la eternidad. Por eso es que, movido por el Amor de su Sagrado Corazón, llevando ese Amor hasta el fin, todo lo que realiza en la Última Cena -como así también todo lo que realiza desde la Encarnación misma- está destinado a demostrarnos su Amor por nosotros: la institución de la Eucaristía, la institución del sacerdocio ministerial, el lavado de pies de sus Apóstoles, el trato de amistad al traidor Judas Iscariote, aun sabiendo que era quien lo había traicionado. Jesús sabe que ha llegado su Pascua, su Paso, su Hora de regresar al Padre, pero al mismo tiempo ha prometido quedarse con nosotros -en esta tierra, en esta vida, que es un valle de lágrimas- “todos los días, hasta el fin de los tiempos” (cfr. Mt 28, 20) y para cumplir esta promesa es que instituye el Sacramento de la Eucaristía, por el cual dejará su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en el Santísimo Sacramento del Altar. Pero en el Jueves Santo instituye además el sacerdocio ministerial para que la Iglesia, mediante la transmisión de este poder sacerdotal participado directamente de Él, Sumo y Eterno Sacerdote, tenga la capacidad de perpetuar el Santo Sacrificio de la Cruz sacramentalmente, por medio de la Santa Misa, confeccionando la Eucaristía y permitiendo que Jesús se quede entre nosotros como el Emanuel, como “Dios con nosotros” (cfr. Mt 1, 23), en la sagrario y en la Eucaristía.
Para cumplir su promesa de quedarse con nosotros todos los días, Jesús instituye la Eucaristía en la Última Cena que por esto se convierte en la Primera Misa: Jesús celebra la Primera Misa de la historia cuando Él, el Sumo Sacerdote de la Nueva y Eterna Alianza, pronuncia sobre el pan y el vino las palabras de la consagración: “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. De esta manera, permanece así en la Eucaristía con su Ser y su Persona divinos, al entregar su Cuerpo en la Eucaristía y derramar su Sangre en el Cáliz de modo anticipado, antes de entregar su Cuerpo en la Cruz y derramar su Sangre en el Calvario. Ordena a la Iglesia que, guiada por el Espíritu Santo, repita esta acción suya a través de la historia: “Haced esto en memoria mía” (cfr. Lc 22, 19), para que así Él pueda cumplir su promesa de quedarse en el sagrario y en la Eucaristía, con nosotros, todos los días, hasta el fin del tiempo. Jesús nos ama tanto, que aunque regresa al Padre por el sacrificio de la cruz, por el sacrificio del altar, la Santa Misa, se queda al mismo tiempo como Emanuel, como “Dios con nosotros” en la Sagrada Eucaristía.
El sentido del sacrificio de Jesús, que comienza en la Última Cena de modo sacramental al instituir la Eucaristía y llega a su plenitud en la cima del Monte Calvario el Viernes Santo, es que Cristo Dios ha venido para destruir la muerte, que como un siniestro manto se cierne sobre nosotros desde Adán y Eva; ha venido para quitar el pecado de nuestras almas, que como maligna herida hunde sus raíces en nuestros corazones y en nuestras almas; ha venido para vencer para siempre a la Serpiente Antigua, el Diablo, Satanás, “por cuya envidia entró en el mundo la muerte” y es para cumplir este su misterio pascual de muerte y resurrección es que se despide de sus Apóstoles en la Última Cena, pero para que nosotros tengamos el consuelo del acceso permanente a su Santo Sacrificio de la Cruz, por el cual obtenemos de modo anticipado el fruto de su sacrificio que es la vida eterna –la vida de la gracia, por la cual obtenemos el triunfo sobre la muerte y por la cual vencemos sobre el Demonio- es que Jesús se queda en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía, instituyendo al mismo tiempo el sacerdocio ministerial, para que la Iglesia tenga, hasta el fin del tiempo, acceso a la Fuente de la Vida eterna, su Santo Sacrificio en Cruz.
         Además de dejarnos, más que el ejemplo de su caridad, su Amor mismo, que late en la Sagrada Eucaristía, en la Última Cena Jesús también nos deja ejemplo de extrema humildad, porque siendo Él Dios en Persona, se arrodilla ante sus discípulos, se ata una toalla a la cintura y les lava los pies, haciendo una obra que era propia de esclavos, porque eran los esclavos los que lavaban los pies a sus señores antes de sentarse a la mesa, aunque también era un gesto de hospitalidad reservado al dueño de casa, que así atendía a sus invitados más ilustres. De una u otra forma, sea gesto de esclavos o del dueño de casa, es un acto de profunda humildad. Pero además, el lavatorio de los pies era, en el Antiguo Testamento, el ritual de purificación sacerdotal: Dios instituye el lavatorio de los pies de los sacerdotes para que se acerquen purificados al altar. Así, en Éxodo 30, 20 dice: “Antes de entrar en la Tienda del Encuentro se han de lavar con agua para que no mueran; también antes de acercarse al altar para el ministerio de quemar los manjares que se abrasan en honor de Yahveh”. Cuando el Señor reprende a Pedro, éste le pide entonces ser lavado completamente, pero Jesucristo le dice que ellos ya están limpios  por el agua del bautismo excepto Judas el traidor. Con respecto al rito de lavado de los pies como rito de purificación sacerdotal, continúa así la Sagrada Escritura: “Y se lavarán las manos y los pies para que no mueran; y será estatuto perpetuo para ellos, para Aarón y su descendencia, por todas sus generaciones” (Éx 30, 21); en Éxodo 40, 7: “Pondrás la pila entre la Tienda del Encuentro y el altar, y echarás agua en ella”. En Levítico 8, 6-7, Moisés purifica a los sacerdotes con agua  antes de consagrarlos: “Moisés mandó entonces que Aarón y sus hijos se acercaran y los lavó con agua. Puso sobre Aarón la túnica y se la ciñó con la faja; lo vistió con el manto y poniéndole encima el efod, se lo ciñó atándoselo con la cinta del efod”.
         Ahora bien, en el Nuevo Testamento, el significado del lavado de los pies de Jesús a los Apóstoles tiene otro significado y es el de la pureza necesaria del alma, por la acción de la gracia santificante, para acercarnos al Sagrado Banquete en el que se sirve el Manjar celestial: la Carne del Cordero de Dios, el Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna. Es decir, es tan grande la santidad de esta mesa que es la Eucaristía, que solo se pueden acercar quienes han sido purificados, no por el agua sobre el cuerpo, sino por la acción de la gracia santificante en el alma. Si para asistir a un banquete alguien lo hace vestido pulcramente, con ropa de fiesta, pulcro y perfumado, mucho más, para asistir a la Santa Misa, el alma debe asistir con la ropa de fiesta y lavada y perfumada, que es la pureza concedida por el estado de gracia. El polvo y el barro que se adhieren a los pies son símbolos de las impurezas del alma que, por pequeñas que sean, deben ser lavadas del alma para que el alma pueda acercarse, pulcramente, ante el altar del Cordero[1].
Jesús no deja además ejemplo de extrema mansedumbre, porque deja este mundo con la mansedumbre de un cordero –por eso el nombre de “Cordero de Dios”- y es la virtud que específicamente pide para que aquellos que lo aman, demuestren que lo aman imitándolo en su mansedumbre: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29).
         Jesús sabe que es traicionado por Judas, el cual ha sido poseído por Satanás por haber libremente elegido servir al dinero y no a Dios –“Cuando Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”- y a pesar de eso, no condena a quien lo habrá de traicionar, sino que le lava los pies, dándole a él, como a los demás, la suprema muestra de amor, de caridad y de humildad dadas a todos los demás Apóstoles. Así Jesús nos da ejemplo de amor a los enemigos, cumpliendo Él mismo en primera persona y por experiencia propia, el mandamiento nuevo del –Amor que nos deja: “Ámense los unos a los otros como Yo los he amado (…) amen a sus enemigos”. Es por eso que el cristiano debe ser como Jesús: manso, humilde, caritativo, y si no lo es, o al menos no intenta serlo, no puede llamarse “cristiano” y es indigno de llevar ese nombre.
         “Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”. Como cristianos, celebramos la Última Cena, que es la Primera Misa, pero no hacemos un mero recuerdo piadoso de la Última Cena: por el misterio de la liturgia, participamos misteriosamente de la Última Cena y por el misterio del orden sacerdotal, comulgamos en la Eucaristía y recibimos sacramentalmente en nuestros corazones al mismo y Único Jesús, el Jesús que en la Última Cena se despidió de sus Apóstoles para iniciar su camino hacia la cruz pero que al mismo tiempo, se quedó en la Eucaristía para darnos su Amor. Cada vez que comulgamos, recibimos el mismo Corazón de Jesús sobre el cual se recostó el Evangelista Juan y ese Corazón de Jesús derrama sobre nuestras almas y nuestros corazones la infinita inmensidad del Amor Eterno de su Sagrado Corazón Eucarístico.




[1] Cfr. Dom Próspero Gueranguer, Año Litúrgico.

Miércoles Santo



"La traición de Judas"
(Giotto)

(Ciclo B – 2018)

“Uno de vosotros me va a entregar” (Mt 26, 14-25). El Papa Benedicto XVI se pregunta cuál es la razón que llevó a Judas a traicionar a Jesús: “¿Por qué Judas traicionó a Jesús?”[1]. A continuación, el Santo Padre reflexiona sobre dos hipótesis: su avaricia y su desilusión desde el punto de vista político-mesiánico: “La pregunta sugiere diversas hipótesis. Algunos recurren al hecho de su avaricia; otros sostienen una explicación de orden mesiánico: Judas se habría decepcionado al ver que Jesús, no insertaba en su programa, la liberación político-militar de su país”.
Pero luego, el Santo Padre se decanta por una tercera hipótesis: el engaño y posteriormente la posesión diabólica de Judas Iscariote: “En realidad, los textos evangélicos insisten en otro aspecto: Juan dice expresamente que “el diablo había inspirado a Judas Iscariote, hijo de Simón, la intención de entregarlo” (Jn 13,2). Lucas escribe de manera análoga: “Satán entró dentro de Judas, llamado Iscariote, que era del número de los Doce” (Lc 22,3)”.
Judas traiciona a Jesús porque se une libre y voluntariamente al Diablo, a pesar de que Jesús lo había llamado “amigo” a Judas: “De esta manera, se sobrepasan las motivaciones históricas y se explica el asunto desde la responsabilidad personal de Judas, quien, miserablemente, cedió a una tentación del Maligno. En todo caso la traición de Judas permanece en el misterio. Jesús le llamó amigo (Mt 26,50), pero en sus invitaciones a seguirle sobre el camino de las bienaventuranzas, no forzó las voluntades ni les dejó inmunes contra las tentaciones de Satán, respetando su libertad humana…”.
Luego el Santo Padre compara la traición de Judas con la traición de Pedro y al analizar las diferentes conductas de ambos, posteriores a sus respectivas traiciones, remarca cómo Pedro se arrepiente y también Judas, pero el arrepentimiento de este último, imperfecto, lo lleva a la desesperación y al suicidio, en tanto que la contrición perfecta de Pedro lo lleva a ser merecedor de la misericordia divina: “Acordémonos de que también Pedro quiso oponerse a Jesús y a lo que le esperaba en Jerusalén, pero recibió un fuertísimo reproche: “¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!” (Mc 8, 32-33). Después de su caída Pedro se arrepintió y encontró perdón y misericordia. También Judas se arrepintió, pero su arrepentimiento degeneró hasta la desesperación y llegó así a la autodestrucción…”.
Jesús, entonces, respeta nuestra libertad y espera nuestro arrepentimiento y conversión y no niega a nadie su misericordia y su perdón: “Tengamos presentes dos cosas. La primera: Jesús respeta nuestra libertad. La segunda: Jesús espera nuestra disponibilidad al arrepentimiento y a la conversión; él es rico en misericordia y en perdón”.
         “Uno de vosotros me va a entregar”. En el fondo, todo pecado es una traición al Amor de Dios manifestado en Cristo Jesús. Lo que debemos hacer, entonces, es pedir la gracia de imitar a Pedro y no a Judas Iscariote, para obtener una contrición perfecta del corazón y no volver a entregar más a Jesús, sino a vivir siempre en su gracia.


[1] Benedicto XVI, Audiencia general del 18-10-06.

martes, 27 de marzo de 2018

Martes Santo



(Ciclo B – 2018)

“En cuanto Judas tomó el bocado, Satanás entró en él” (cfr. Jn 13, 21-33.36-38). En la Última Cena, sabiendo Jesús por su omnisciencia divina que su paso a la Casa del Padre estaba cerca, instituye el sacerdocio ministerial y la Sagrada Eucaristía, cumpliendo así su promesa de que “habría de estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. Es la suprema muestra de amor de un Dios que es Trinidad de Personas y que en el colmo de su amor por los hombres, se empeña todo Él, en sus Tres Divinas Personas, por la salvación de su imagen y semejanza: Dios Padre pide a Dios Hijo que entregue su Cuerpo y derrame su Sangre, en la Cruz y en la Eucaristía, para dar a los hombres a Dios Espíritu Santo por medio de la Sangre de su Sagrado Corazón Eucarístico.
Pero en el seno mismo de la Iglesia, en medio de los Apóstoles y Amigos de Jesús,  y habiendo Dios Trino manifestado la suprema muestra de Amor hacia los hombres, como es el don del sacerdocio ministerial y de la Eucaristía en la Última Cena, que por esto es llamada también “Primera Misa”, actúa el Demonio, el Ángel caído, buscando destruir, desde los mismos inicios, a la Iglesia Santa del Redentor, la Iglesia Católica. Y para consumar su obra destructora, Satanás se vale de uno de los Apóstolos, uno de los miembros de los Doce, que había sido ordenado sacerdote por Jesucristo, había sido llamado “amigo” por Él y había compartido su predicación pública, y éste elegido por Satanás es Judas Iscariote.
Mientras los discípulos, postrados ante Jesús, comulgan la Eucaristía, recibiendo el Cuerpo y la Sangre de Jesús en el Pan Vivo bajado del cielo, Judas Iscariote, en cambio, recibe el anti-sacramento, un trozo de pan que no es la Eucaristía, y con este trozo de pan embebido en salsa –símbolo de la gula, pecado capital-, ingresa en él Satanás. Así es como describe, el Evangelista Juan, la posesión demoníaca de Judas Iscariote: “En cuanto Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”. Así como el Demonio construye su anti-iglesia, construye también un sistema de sacramentos que en cuanto copia inversa de los sacramentos de la Iglesia, son anti-sacramentos: mientras la Eucaristía contiene ya no la substancia del pan, sino la substancia glorificada del Cuerpo, la Sangre y el Alma de Cristo y contiene también la divinidad de Cristo, porque en la Eucaristía se contiene a la Persona Segunda de la Trinidad, en el anti-sacramento demoníaco sólo hay trigo y agua –no hay transubstanciación- y salsa, como símbolos de la gula y de que es solo alimento del cuerpo y no del alma y en vez de ingresar el Cordero, como lo hace cada vez que un alma en gracia comulga la Eucaristía, ingresa en Judas Iscariote Satanás, como consecuencia de la anti-comunión del anti-sacramento: “En cuanto Judas tomó el bocado, Satanás entró en él”.
Antes de la Segunda Venida del Señor Jesucristo, el Anticristo imitará a Jesús en la Última Cena y creará un sacerdocio y un sistema sacramental que serán la antítesis del sacerdocio y de los sacramentos de la verdadera y única Iglesia del Cordero, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana. Para saber si estamos en la Iglesia de Cristo o en la del Anticristo, la prueba será el don instituido por Jesús en la Última Cena, la Eucaristía, esto es, su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad. Cuanto más cerca estemos de la Eucaristía, cuanto más la adoremos, más seguros estaremos de permanecer siempre en Cristo y Cristo en nosotros. Quien se aparte de la Eucaristía, instituida en la Última Cena, comulgará el anti-sacramento del Anticristo y Satanás entrará en él. Como sucedió con el traidor, Judas Iscariote.

Lunes Santo



"Fiesta en la casa de Simón el fariseo", Rubens.

(Ciclo B – 2018)

         Narra el Evangelio que Jesús va a casa de sus amigos de Betania María, Marta y Lázaro (cfr. Jn 12, 1-11). Es en una etapa posterior al clamoroso milagro de la resurrección de Lázaro: “Seis días antes de la Pascua, Jesús volvió a Betania, donde estaba Lázaro, al que había resucitado”. Sus amigos, siempre contentos y agradecidos con la visita de Jesús a su casa, “le preparan una cena”. Mientras están a la espera de sentarse a la mesa, sucede la siguiente escena que, en las palabras de Jesús, anticipa y profetiza su muerte redentora: María –muchos dicen que se trata de María Magdalena- toma un perfume de nardo, sumamente costoso, rompe el frasco y unge los cabellos y los pies de Jesús: “María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho precio, ungió con él los pies de Jesús y los secó con sus cabellos”.
Al ver esta escena Judas Iscariote se escandaliza falsamente, recriminando la actitud de María y reprochándole que haya malgastado el perfume en Jesús en vez de dárselo a los pobres: “¿Por qué no se vendió este perfume en trescientos denarios para dárselos a los pobres?”. Pero el Evangelio aclara con precisión que en realidad a Judas no le interesaban los pobres, sino que su lamento era por no haber podido robar el perfume: “Dijo esto, no porque se interesaba por los pobres, sino porque era ladrón y, como estaba encargado de la bolsa común, robaba lo que se ponía en ella”.
La respuesta de Jesús es la que revela cómo la escena toda es un anticipo de su muerte en cruz: “Jesús le respondió: “Déjala. Ella tenía reservado este perfume para el día de mi sepultura. A los pobres los tienen siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre”.
La razón por la cual la escena anticipa la muerte de Jesús, además de que es Jesús mismo quien lo revela, es la siguiente: en María Magdalena está representada toda la humanidad pecadora que, movida por la gracia, como la Magdalena, se arrepiente de sus pecados con una contrición perfecta del corazón y en agradecimiento se postra ante Jesús, reconociéndolo como al Hombre-Dios, Salvador y Redentor. El perfume de nardos, sumamente costoso, es símbolo a su vez de la gracia santificante, también costosa, porque fue obtenida para nosotros los hombres al altísimo precio de la Sangre Preciosísima del Cordero derramada en la cruz. Es símbolo de la gracia con la cual el Padre unge a Dios Hijo desde la eternidad, porque en cuanto como Dios es la Gracia Increada y esta unción es realizada en el momento de la Encarnación del Verbo. Es este el significado simbólico de la unción de los cabellos y los pies con el perfume de nardos por parte de María Magdalena: Jesús es el Ungido por excelencia, porque en la Eternidad Él recibe la unción de la divinidad de parte del Padre y en la Encarnación su Humanidad recibe la unción del Espíritu Santo, por parte del Padre y del Hijo. Otro detalle es la calidad y la exquisitez del perfume –la gracia- que llena la casa de su aroma exquisito luego de que María rompe el frasco: “La casa se impregnó con la fragancia del perfume”. La casa es símbolo del alma humana y el perfume de la gracia, por lo que significa que la Presencia de Jesús en el alma –como la Presencia de Jesús en la casa de sus amigos de Betania- la colma con el aroma exquisito de su gracia, así como la casa de los amigos de Jesús se colmó del aroma del perfume.
Una última observación es con relación a Judas Iscariote, el Apóstol traidor, el que lo entregó por treinta monedas de plata: representa a todos aquellos que, desde el interior de la Iglesia, pero perteneciendo sólo exteriormente a ella, se valen de la Iglesia para robar sus bienes y apoderarse de ellos, con el falso pretexto de “atender a los pobres”. La Iglesia pauperista, propia de la Teología de la Liberación marxista que, bajo excusa de los pobres empobrece a la Iglesia no solo en sus bienes materiales, sino ante todo dogmáticos y espirituales, es la que está representada en Judas Iscariote. A quienes pertenecen a esta Iglesia, como a Judas Iscariote, “más les valdría no haber nacido” (cfr. Mt 26, 24).

sábado, 24 de marzo de 2018

Domingo de Ramos en la Pasión del Señor



"Entrada de Jesús en Jerusalén"

(Pedro de Orrente)

(Ciclo B – 2018)

Jesús ingresa en Jerusalén, tal como estaba profetizado en el Antiguo Testamento, montado en una cría de asno: “Tu rey viene a ti, oh Jerusalén, montado en una cría de asno” (cfr. Zac 9, 9). Le salen al encuentro todos los habitantes de Jerusalén, sin exceptuar ninguno. Todos están jubilosos, alegres, y le cantan hosannas y aleluyas, porque todos han recibido milagros y favores de Jesucristo y todos los recuerdan y todos se lo agradecen. A las puertas de Jerusalén, con palmos en las manos, están los que han sido vueltos a la vida; los que han sido curados de toda clase de enfermedades; los que han sido liberados de los demonios que los atormentaban; los que han sido alimentados con los milagros de los panes y los peces multiplicados por la  omnipotencia divina de Jesucristo. El Domingo de Ramos todos está exultantes, alegres, y entonan cánticos en honor de Jesucristo. Todos reconocen en Jesucristo al Mesías de Dios.
         Pero solo unos días más tarde, el Viernes Santo, esa misma multitud exultante, cambiará radicalmente: sus semblantes alegres se volverán furiosos; sus cánticos de alabanza, se convertirán en blasfemias; sus hosannas y aleluyas, se convertirán en improperios y amenazas de muerte. Si el Domingo de Ramos todos amaban a Jesús y lo reconocían como al Mesías, ahora todos rechazan a Jesucristo como Mesías, lo tratan de impostor y desean su muerte.         ¿Por qué se produce entre los habitantes de Jerusalén un cambio tan radical? ¿Por qué el Domingo de Ramos están exultantes y el Viernes Santo, llenos de odio hacia Jesús? La razón del abrupto cambio de ánimo de los habitantes de Jerusalén entre el Domingo de Ramos y el Viernes Santo se encuentra en el hecho de que ambas escenas son representaciones de realidades sobrenaturales relacionadas con el misterio de la salvación. En otras palabras, cada elemento de las dos distintas escenas representa una realidad sobrenatural en relación directa con el misterio salvífico de Jesucristo. Así, Jesús es Dios Salvador; la Ciudad Santa de Jerusalén es figura del alma; los habitantes que aclaman a Jesús entre cánticos de alegría, es el alma en estado de gracia; los mismos habitantes de Jerusalén que el Viernes Santo cubren de insultos, escupitajos y puñetazos a Jesús, son la misma alma, pero en estado de pecado mortal, sin la gracia santificante. Esto es entonces lo que representan, simbólicamente, las dos escenas: Jesús entrando en Jerusalén el Domingo de Ramos, siendo reconocido como el Mesías y siendo recibido con cánticos de alegría, es el alma que recibe a Jesús Eucaristía en estado de gracia: Jerusalén es figura del alma y el canto y la alegría es figura de la gracia. Cuando el alma está en gracia, reconoce a Jesús como a su Salvador y lo recibe como tal.
Por el contrario, Jesús siendo expulsado de la Ciudad Santa el Viernes Santo, es la representación del alma que, por el pecado mortal, expulsa a Jesús de su corazón, de su alma, de su vida, y lo crucifica con sus pecados. No debemos creer que nuestra vida espiritual –en gracia o en pecado- es indiferente al Hombre-Dios Jesucristo: cuando estamos en gracia, somos como la Jerusalén del Domingo de Ramos, que recibe a su Rey Mesías con cánticos de alegría y demostraciones de amor; cuando el alma está en pecado mortal, es esa misma Jerusalén que condena a muerte a su Redentor, le carga una cruz y lo expulsa de sí misma, para matarlo. El pecado no es sino el deseo de que Dios muera en el propio corazón, de manera tal de poder hacer la propia voluntad y no la voluntad de Dios, que está expresada en los Diez Mandamientos.
El pecado, que nace de lo profundo del corazón humano sin Dios, es causado por el libre albedrío humano, instigado al mal por el Tentador del hombre, Satanás. El pecado no es ni será jamás una metáfora utilizada como un símbolo para indicar a los hijos de Dios el camino a evitar. El pecado es una realidad espiritual, es la ausencia de la gracia en el alma; es la muerte ontológica del espíritu humano que sin la gracia no sobrevive y muere a la vida de Dios. El pecado separa al hombre de Dios y de sus hermanos; lo aparta, lo aísla, y lo convierte en presa fácil del Demonio. Dios perdona el pecado, pero hay un pecado que no perdona, y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente. Dios es Misericordia Infinita y perdona toda clase de pecados, pero hay un pecado que no puede perdonar y es el pecado del cual el hombre no se arrepiente, porque para que Dios nos perdone, es necesario que libremente pidamos su Misericordia y libremente hagamos el propósito de no volver a cometer ese pecado. Dios perdona al pecador que se arrepiente sinceramente, que toma conciencia de su pecado, que se duele de haber cometido el mal y que hace el propósito de no volver a cometerlo. La expulsión de Jesús de Jerusalén el Viernes Santo es la expresión gráfica de que no puede coexistir en el alma el pecado –la Jerusalén que expulsa a Jesús- y la Santidad Increada, Cristo Jesús. O en el alma está la gracia de Dios y con ella Cristo Jesús –Jerusalén en el Domingo de Ramos- o en el alma no está la gracia de Dios y el Hombre-Dios es expulsado de ella –Jerusalén el Viernes Santo-. No hay convivencia posible entre la santidad de Jesucristo y el pecado y lo que era pecado para Adán y Eva, al inicio de los tiempos, seguirá siendo pecado hasta el fin de los tiempos, hasta el Último Día de la historia humana, hasta el Día del Juicio Final. No hay autoridad humana –eclesiástica o no eclesiástica- ni angélica que pueda cambiar la realidad ontológica del pecado de ser ausencia de bien, ausencia de gracia y por ende, presencia del mal. El pecado es y seguirá siendo pecado hasta el fin del tiempo.
El pecado jamás puede ser visto como algo “natural” que en algún momento deberá ser aceptado. Es verdad que Dios ama al pecador, pero esto no cambia la realidad de malicia y ausencia de gracia que es el pecado y si Dios nos ha dado los Diez Mandamientos, es porque por esos Mandamientos evitamos el pecado y a partir de Jesucristo, podemos vivir en su Presencia porque la gracia de Jesucristo es la que nos concede la fuerza divina necesaria para no caer en ningún pecado. Hagamos el propósito, en esta Semana Santa, de que nuestras almas sean siempre como la Jerusalén del Domingo de Ramos, el alma en gracia, que reconoce a Jesús como a su Mesías, Rey y Señor y lo ama y lo adora con todas sus fuerzas y se alegra y perfuma con la alegría y el perfume de la gracia. Que en nuestros corazones siempre sea reconocido Jesucristo, el Dios de la Eucaristía, como nuestro Único Rey y Señor.


viernes, 16 de marzo de 2018

“Queremos ver a Jesús”





(Domingo V - TC - Ciclo B – 2018)

“Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 20-33). Unos griegos –paganos- se acercan a Felipe y le dicen: “Queremos ver a Jesús”. Felipe va a Andrés y juntos llevan a los griegos ante Jesús, el cual les profetiza su Pasión y muerte en cruz: “Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí”. Felipe, que ya ha tenido un encuentro personal con Jesús, sabe que eso -el encuentro personal con Jesús- es lo mejor que puede sucederle a una persona en esta vida. A Felipe, el encuentro con Jesús le cambia su vida para siempre y de tal manera, que ahora vive para siempre en un Reino de felicidad celestial que jamás ni siquiera podría haber imaginado. Felipe sabe quién es Jesús y por eso lleva junto con Andrés a los griegos ante Jesús.
“Queremos ver a Jesús”. Hoy nuestros contemporáneos nos repiten lo mismo, desean “ver a Jesús”. Al saber que somos cristianos, nuestros contemporáneos nos piden que les mostremos a Jesús: “Queremos ver a Jesús”. Muchos de nuestros prójimos “quieren ver a Jesús” porque aunque no sepan muy bien quién es, igualmente quieren verlo, porque simplemente asocian su nombre con algo “bueno”. Es decir, no saben que Jesús es “el único nombre dado para la salvación del hombre” (cfr. Hch 4, 12) pero de todos modos quieren verlo porque, o bien han sentido hablar de Él -como los paganos del Evangelio-, o bien porque es la acción de la gracia la que, actuando en sus almas, los impulsa a querer conocerlo y por eso acuden a nosotros, los que llevamos el nombre de “cristianos”, para que los llevemos ante Él. Y nosotros, los cristianos católicos, que tenemos al verdadero y único Jesús, el Jesús de la Iglesia Católica, tenemos el deber de caridad y de justicia de llevar a nuestros prójimos a ver a Jesús.
Sin embargo, debemos prestar mucha atención porque hoy hay muchos “Jesús” que no son el Jesús católico y si enseñamos a nuestros hermanos un Jesús no católico, estamos engañando a nuestros prójimos. ¿Cuál es el “Jesús no católico”, al cual debemos conocer para no conducir al engaño  a nuestros hermanos? El Jesús no católico es el falso Jesús, el Jesús no verdadero; el Jesús no católico o falso es el Jesús gnóstico o intergaláctico de la Nueva Era; es el Jesús-hombre de los protestantes; es el Jesús Santón y gurú de las sectas; es el Jesús pobrista y socialista de la Teología de la Liberación marxista; es el Jesús pseudo-católico, que aprueba las uniones pre-matrimoniales y las uniones contra-natura; es el Jesús pseudo-católico de la Pascua sin Calvario, el Jesús que ríe todo el tiempo sin hacer nunca referencia a la Cruz como camino a la Gloria. 
El Jesús al que nuestros hermanos quieren ver y al que nosotros debemos conducirlos, es al verdadero y único Jesús, el Jesús del Credo de dos mil años de la Iglesia Católica; el Jesús que proviene del seno del Padre desde la eternidad; el Jesús que es el Verbo y que como Verbo de Dios, se encarnó en el seno virgen de María, por obra del Espíritu Santo y que prolonga su Encarnación en la Eucaristía; el Jesús que nació de María Virgen milagrosamente, dejando a su Madre intacta en su virginidad antes, durante y después del parto; el Jesús que en Belén, Casa de Pan, nació del seno de María Virgen para donarse cada vez, en la Santa Misa, Nuevo Belén, como Pan Vivo bajado del cielo; el Jesús que es Dios en Persona, la Segunda de la Trinidad, que se encuentra real, verdadera y substancialmente presente en la Sagrada Eucaristía; el Jesús que es proclamado por el Padre en el Jordán y es glorificado por el Padre en este mismo episodio del Evangelio: “Ya lo he glorificado y lo volveré a glorificar”; el Jesús que resplandece de gloria divina en el Tabor y que se cubre con su Sangre Preciosísima en el Calvario; el Jesús que es el “Camino, la Verdad y la Vida”; el Jesús que es “Luz de mundo”, es el Jesús que, elevado en lo alto sobre la cruz, atrae a todos hacia sí con la fuerza del Divino Amor, el Espíritu Santo; el Jesús Eucaristía, ante el cual el Ángel de Portugal, el Ángel de la Paz, se postra con la frente en tierra para adorarlo, antes de darle en la Comunión a los Pastorcitos. Ése es el Jesús al que nuestros prójimos quieren ver y no otro, porque cualquier otro Jesús, es un Jesús falso. Como Felipe y Andrés, llevemos a nuestros hermanos a Jesús Eucaristía, el Jesús católico, el único Jesús verdadero. No nos quedemos para nosotros ese tesoro inapreciable que es Jesús en la Eucaristía, Jesús en la Santa Misa, Jesús en la Adoración Eucarística y llevemos a nuestros hermanos hacia Jesús, pero no mediante discursos, sino con caridad y santidad de vida.


jueves, 15 de marzo de 2018

“Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”




“Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre” (cfr. Jn 5, 31-47). Con esta revelación, Jesús contesta a quienes lo acusan de blasfema porque “se igual a Dios, llamándolo su Padre” (cfr. Jn 5, 18). De hecho, la principal acusación contra Jesús por parte del Sanedrín y el deseo principal de matarlo que tienen los judíos, es su auto-proclamación como Dios Hijo. Para contestar de modo indirecto estas falsas acusaciones –que son las que lo llevarán finalmente a la muerte- es que Jesús ofrece a quienes no creen en Él una prueba irrefutable de que lo que Él dice –que es Dios Hijo que proviene de Dios Padre- no solo no es una blasfemia, sino la única verdad y esa prueba son sus milagros: “Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”. Pero los judíos, enceguecidos por su dureza de corazón, no solo rechazarán la auto-revelación de Jesús como Segunda Persona de la Trinidad encarnada, sino que rechazarán también –voluntariamente y con toda malicia- los signos que da Jesús y que testimonian su divinidad, esto es sus milagros de todo tipo (curaciones milagrosas, expulsiones de demonios, resurrección temporal de muertos como Lázaro y tantos otros más).
“Mi testimonio son las obras que hago por encargo de mi Padre”. Poner en duda los milagros de Jesús, que sirven como testimonio de su auto-revelación como Dios Hijo igual al Padre y Dador del Espíritu Santo igual al Padre es, como mínimo, un pecado contra el Espíritu Santo. Pero los judíos no son los únicos en negar a la Verdad de Dios Trino revelada y manifestada en Jesús de Nazareth: afirmar, como lo hizo el Superior de los Jesuitas, Arturo Sosa Abascal, que no podemos estar seguros de lo que Jesús dijo “porque no habían registradores –grabadores- en esa época”[1], es colmar la paciencia de Dios, es atentar contra su Divina Sabiduría, encarnada en Jesucristo, es pecar contra el Espíritu Santo y, finalmente, cometer una grave temeridad, además de cancelar dos siglos de Magisterio infalible de la Esposa mística del Cordero, la Iglesia Católica.