miércoles, 28 de febrero de 2018

“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”




“¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?” (Mt 20, 17-28). Jesús se encamina decididamente a Jerusalén. En el camino, les anticipa proféticamente su Pasión y Muerte en cruz y su Resurrección. Les anuncia que Él, “el Hijo del hombre”, habrá de sufrir mucho, ser traicionado, juzgado inicuamente, condenado a muerte, morir en cruz y luego resucitar. Ante esta revelación, la madre de los hijos de Zebedeo se postra ante Jesús y le pide que sus hijos sean partícipes de la gloria en el Reino de los cielos. Puesto que esa gloria se adquiere solo a través de la cruz, Jesús les pregunta si son capaces de participar de su cruz y de su amarga Pasión. “¿Pueden beber el cáliz que yo beberé?”. Los discípulos, que escucharon a Jesús y movidos por el Espíritu Santo, responden: “Sí, podemos”, lo cual significa que saben que, para llegar al Reino de los cielos, deben pasar inevitablemente por la Pasión y la Cruz. Acto seguido y demostrando el resto de los discípulos que, a diferencia de los hermanos, no entendieron el mensaje de Jesús, se molestan con los hermanos, porque ellos están pensando con criterios humanos: para llegar a la cima del poder, entre los hombres, es necesario dominar de modo tiránico y déspota sobre los demás. Pero con Jesús, el criterio es distinto: quien quiera llegar al Reino de los cielos, debe humillarse a sí mismo, entregarse a sí mismo, con todo su ser y toda su vida, en el altar de la cruz. Sólo de esta manera, el cristiano podrá gozar de la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos. Pensar de otra manera es pensar de manera mundana y es negarse a beber del cáliz de Jesús, el cáliz de la amarga Pasión. Todo cristiano que ame verdaderamente a Jesús, debe estar dispuesto a participar del dolor de la Pasión y decir, junto con Santiago y Juan: “Podemos beber del cáliz del dolor de la Pasión”.

martes, 27 de febrero de 2018

“Los fariseos no hacen lo que dicen”



“Los fariseos no hacen lo que dicen” (Mt 23, 1-12). Jesús nos advierte en contra de aquellos que, erigiéndose en maestros de la Ley, “no hacen lo que dicen”. Es decir, obran con falsía y doblez porque por un lado, predican la Ley de Dios y se convierten en sus custodios e intérpretes, poniéndose a sí mismos como ejemplos de personas religiosas y virtuosas. Sin embargo, por otro lado, no cumplen ni mínimamente con la esencia de la Ley, que es la justicia y la caridad, obrando de forma maliciosa para con su prójimo e impía para con Dios. A esto se refiere Jesús cuando dice que los escribas y fariseos “no hacen lo que dicen”. Jesús dice a sus discípulos que hay que obedecerlos en cuanto “están sentados en la cátedra de Moisés”, es decir, predican la Ley de Dios, que es justicia y amor: “En la cátedra de Moisés se han sentado los letrados y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan”. Pero en cuanto al obrar, los escribas y fariseos, siendo religiosos, obran de modo inicuo e impiadoso, porque para con el prójimo “atan cargas pesadas, las cuales ellos no están dispuestos a mover un dedo” para llevarlas; en cuanto a Dios, obran impiadosamente porque, entre otras cosas, se guardan para sí mismos las ofrendas del altar, destinadas al culto al Dios Verdadero.
“Los fariseos no hacen lo que dicen”. La advertencia va también dirigida a nosotros, seamos sacerdotes o laicos, porque también podemos caer –y de hecho lo hacemos- en la misma tentación de escribas y fariseos: pensar que, porque estamos “en las cosas de Dios”, automáticamente somos buenos para con nuestro prójimo y agradables a los ojos de Dios. Toda vez que pensamos así, nos convertimos en los modernos escribas y fariseos. Para no caer en esta tentación, además del auxilio de la gracia y de tener siempre presentes de que Dios escudriña hasta lo más profundo de nuestro ser y que ni el más mínimo pensamiento escapa a su sabiduría divina, debemos humillarnos ante la Presencia de Dios -en la oración particular y personal, a ejemplo del publicano de la parábola- y considerarnos peores que nuestros prójimos, es decir, considerar siempre a nuestro prójimo como “superior a nosotros”, tal como lo dice la Escritura.

sábado, 24 de febrero de 2018

“Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan"



(Domingo II - TC - Ciclo B – 2018)

         “Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas” (Mc 9, 2-10). En el Monte Tabor Jesús resplandece ante Pedro, Santiago y Juan, con la luz de su divinidad. Jesús es el Hombre-Dios, es Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios y la luz que resplandece en el Tabor, expresada por el Evangelista Juan con esta expresión: “Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”, no es una luz que le viene añadida de lo alto, porque es la luz de su propio ser trinitario y de su propia naturaleza divina. La luz que resplandece en Jesús es la gloria de su Ser divino trinitario, es la gloria que el Padre le da al Hijo desde la eternidad y que comparten con el Espíritu Santo. No es una luz que le viene añadida desde afuera de Jesús de Nazareth: es la gloria de Dios Trino que, brotando del Ser divino trinitario y pasando de la Segunda Persona a su humanidad, resplandece ante los ojos asombrados de los discípulos Pedro, Santiago y Juan. Es una luz celestial, que ilumina no solo los ojos del cuerpo, sino ante todo los ojos del alma, permitiendo que el alma contemple, en Jesús de Nazareth, al Verbo Eterno del Padre encarnado. Dice Santo Tomás que si Jesús permite que su luz se manifieste en esta teofanía del Tabor, es decir, si permite que contemplen su humanidad revestida de su divinidad, es para que se recuerden de Él, en cuanto Dios, cuando lo vean en la Pasión, reducido a un despojo de hombre, cuando a causa de los golpes y las flagelaciones, su humanidad santísima quede cubierta, no ya de la luz de la gloria divina, sino de su propia Sangre. Por esta razón, la gloriosa teofanía trinitaria del Tabor debe ser contemplada a la luz de la crudelísima escena de la Pasión en el Monte Calvario, ya que el Tabor no se explica sin el Calvario, ni el Calvario sin el Tabor. Jesús resplandece de gloria divina en el Tabor, para que sus amigos y discípulos se recuerden que el hombre cruelmente golpeado y que “parece un gusano”, como dice el Profeta Isaías, cubierto de golpes y bañado en sangre, irreconocible a causa de la tierra, el sudor, la sangre, ese mismo hombre, ante el cual “se da vuelta la cara”, tan lastimoso es su aspecto, ese hombre, es Dios Hijo encarnado, y así ellos, los amigos, discípulos y apóstoles, con el recuerdo de la divinidad manifestada en el Monte Tabor, no desfallezcan ante la durísima prueba del Monte Calvario.
         Ahora bien, si esto es así, surge la pregunta de por qué Jesús, siendo Dios, ocultó su divinidad durante toda su vida, manifestándola por breves segundos en el Tabor. ¿No hubiera sido conveniente que, desde su Encarnación, puesto que era Dios, se manifestara como Dios, es decir, resplandeciente en su gloria divina?
         La respuesta es que Jesús oculta su gloria divina durante toda su vida terrena, con excepción del Tabor –y en la Epifanía, ante los Reyes Magos-, para poder sufrir la Pasión, porque si su humanidad hubiera resplandecido con la gloria divina, desde la Encarnación, no habría podido sufrir la Pasión, porque la humanidad glorificada no puede sufrir. Es por un milagro de su omnipotencia, que Jesús oculta su gloria divina, la gloria que le corresponde como Dios Hijo desde la eternidad, para poder sufrir la Pasión y así demostrar hasta qué grado llega su Amor –infinito, eterno, incomprensible- por todos y cada uno de nosotros.
         Esto nos lleva al momento de la Encarnación, en donde se habla de la “kénosis” o “vaciamiento” que el Verbo hizo de sí mismo en el momento en el que se encarnó en el seno virgen de María. Según la teología y la fe católicas, el abajamiento y humillación del Verbo de Dios consiste en asumir, por un lado, la humanidad y, por otro, ocultar de modo simultáneo, la Divinidad. Es decir, cuando el Verbo se encarnó, por un milagro de su omnipotencia, como dijimos, su humanidad no transparentó su gloria, como debía suceder normalmente, sino que quedó oculta a los ojos de los hombres, para permitir que Jesús sufriera la Pasión. Pero este hecho –que Jesús aparezca a los ojos de los demás como un hombre más entre tantos, sin reflejar su divinidad- no significa, de ninguna manera, que Jesús se hubiera “vaciado” de su divinidad, como si el Verbo de Dios, en el momento de la Encarnación, hubiera quedado “incompleto” o “vacío” porque a Jesús de Nazareth le faltaba la divinidad. Esto es negar de raíz la unión hipostática, personal, de la Persona divina y de la naturaleza divina, a la naturaleza humana de Jesús de Nazareth. Cuando San Pablo a los Filipenses dice que Jesús “se vació a Sí mismo”[1], no está significando que dejó de lado su divinidad y que Jesús no era Dios –y por lo tanto, estaba “vacío” de la divinidad, o era “incompleto” en su divinidad-: está diciendo simplemente que “ocultó visiblemente” su divinidad, para poder sufrir la Pasión, pero que de ningún modo su humanidad dejó de estar unida a la Persona Segunda de la Trinidad, desde el momento de la Encarnación. El “vaciamiento de sí mismo” de Jesús se conoce como “kénosis” y se la utiliza para combatir herejías como el arrianismo, que niegan precisamente la condición divina de Nuestro Señor Jesucristo, por el hecho de aparecer exteriormente como un simple hombre, cuando en realidad lo único que hace es, por un milagro, ocultar su divinidad, para poder sufrir la Pasión. Si decimos que Jesús, por la Encarnación, está “incompleto” y “vacío” porque le falta el componente de la Persona Segunda de la divinidad, estamos diciendo que Jesús es un simple hombre y eso es un gravísimo error, una herejía inaceptable y condenada desde hace tiempo por el Magisterio de la Iglesia. Y si Jesús fuera imperfecto, inacabado, insuficiente o falto de la divinidad, entonces no sería el Hombre-Dios, no sería nuestro Redentor y toda nuestra fe católica sería en vano.
         “Jesús se transfiguró delante de Pedro, Santiago y Juan (…) Sus vestiduras se volvieron resplandecientes, tan blancas como nadie en el mundo podría blanquearlas”. Jesús es Dios Perfectísimo y Hombre perfectísimo y deja traslucir su divinidad en el Monte Tabor para que al contemplarlo en la Cruz, cubierto de Sangre, recordemos que Él es Dios, recubierto de gloria en la eternidad. Y que ese mismo Jesús, que es Dios cubierto de Sangre en el Calvario, derrama su Sangre en el cáliz, y que el mismo Jesús que manifestó la gloria de su divinidad en el Tabor, es el mismo Jesús que nos entrega, su mismo Cuerpo glorioso, en cada Eucaristía. Es el mismo Jesús, Unigénito del Padre, a quien el Padre nos dice que escuchemos. Y lo que Jesús nos dice, desde el sagrario, es: "Si quieres entrar en el Reino de los cielos, toma tu cruz de cada día, niégate a ti mismo y sígueme por el Camino Real de la Cruz, el Via Crucis, hasta el Calvario".



[1] Cfr. 2, 5-8.

viernes, 23 de febrero de 2018

“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos”




“Si la justicia de ustedes no es superior a la de los escribas y fariseos, no entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 5, 20-26). Jesús advierte claramente que para entrar en el Reino de los Cielos, el cristiano debe mostrar “una justicia superior” a la de los fariseos. Acto seguido, da un ejemplo concreto acerca de qué es esta “justicia superior” que debe caracterizar al cristiano, tomando un mandamiento de la Ley de Moisés, relativo al homicidio. Jesús dice: “Ustedes han oído que se dijo a los antepasados: No matarás, y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo les digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal. Y todo aquel que lo insulta, merece ser castigado por el Sanedrín. Y el que lo maldice, merece la Gehena de fuego”. Es decir, antes de Jesús –antes de la Encarnación del Verbo- era suficiente, para cumplir con la Ley de Dios, el “no matar” al prójimo; sin embargo, ahora, a partir de la Encarnación del Verbo, ya no basta con “no matar” exteriormente –es decir, no basta con no cometer homicidio físico-, sino que es necesario “no matar” al prójimo con la irritación, el enojo, la ira y la maledicencia. Ahora, quien se irrita, se enoja y maldice a su prójimo –aun cuando todo esto no sea manifestado al exterior de la persona-, comete un pecado ante los ojos de Dios y merece la reprobación divina a tal grado que, si muere con estos pecados –principalmente, la ira y la maldición-, incluso puede condenarse en el Infierno: “El que lo maldice, merece la Gehena de fuego”.
Luego Jesús revela de qué manera debe el cristiano obrar para que su justicia sea perfecta y sea la causa de merecer el Reino de los Cielos: “Por lo tanto, si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda”. Además de evitar estos pecados, el cristiano debe reconciliarse con aquel prójimo con el cual está enemistado, porque solo de esta manera, su ofrenda será aceptada por Dios.
La razón de esta justicia superior es que, a partir de Él, a partir de Jesús, el alma, por la gracia santificante participa de la vida de Dios Trino, por lo cual se debe excluir del corazón y del alma no solo el pecado mortal y el venial, sino incluso hasta la más mínima imperfección, puesto que Dios es Perfectísimo y es la Santidad Increada en sí misma. Además, en virtud de la gracia santificante, el alma está ante la Presencia de Dios, por así decirlo, ya desde esta vida terrena, de manera análoga a como están ante la Presencia de Dios los ángeles y los bienaventurados en el Cielo y así también, como en el Cielo es impensable que alguien, ante la Presencia de Dios, manifiesta la más ligera malicia –porque de lo contrario no puede estar ante la Presencia de Dios-, así también el alma del cristiano en gracia, estando ante la Presencia de Dios, no puede consentir interiormente –y mucho menos, manifestarlo exteriormente- no solo el pecado, sino ni siquiera la más ligera imperfección. A esto es lo que se refiere Jesús cuando dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre del Cielo es perfecto” (Mt 5, 48).

miércoles, 21 de febrero de 2018

“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás”



“A esta generación malvada no se le dará otro signo que el de Jonás” (Lc 11, 29-32). Jesús es muy explícito: “Así como Jonás fue un signo para los ninivitas, también el Hijo del hombre lo será para esta generación”. Es decir, Jonás fue un signo enviado por Dios a los ninivitas para que estos se arrepintieran y cambiaran de vida, de la vida de pecado, a la vida de la observancia de los Mandamientos de la Ley de Dios. Los ninivitas creyeron en la predicación de Jonás, se convirtieron y así evitaron el castigo divino. De la misma manera, para toda la humanidad, no habrá, hasta el fin de los tiempos, otro signo divino que Jesús crucificado. Quien contemple a Jesús en la Cruz, no tendrá otro signo que lo llame a la conversión y al cambio de corazón, porque Jesús está en la Cruz a causa de nuestros pecados. Si nosotros, contemplándolo a Él, el Cordero de Dios, que muere por nuestra salvación, no nos decidimos a cambiar de vida y elegimos continuar en la vida de pecado, no tendremos otro signo. Ese signo, desde Jesucristo, es la Santa Misa, porque en la Santa Misa se renueva, de modo incruento y sacramental, el Santo Sacrificio de la Cruz. Si nosotros abandonamos la Misa o asistimos a ella como si fuera un mero convite y no el sacrificio del Cordero en la Cruz, no tendremos más signos para nuestra conversión. Muchos desprecian la Misa, sin darse cuenta de que desprecian la Cruz, que es el único signo dado por Dios para nuestra conversión y salvación. No se nos dará otro signo para que nos convirtamos y volvamos a Dios, que la Santa Cruz y la Santa Misa, renovación incruenta y sacramental del Santo Sacrificio de la Cruz.

martes, 20 de febrero de 2018

“Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos”



“Cuando oren, no hablen mucho, como hacen los paganos” (Mt 6, 7-15). Jesús nos enseña una nueva forma de orar, radicalmente distinta a la forma de orar de los paganos, puesto que nos enseña a llamar a Dios “Padre”. Y esto, no por un mero sentimiento de afecto, sino porque en verdad Dios se convierte en nuestro Padre adoptivo, desde el momento en que, por el bautismo sacramental, recibimos la gracia de la filiación divina, una participación en la filiación divina del Hijo de Dios, con la cual Él mismo es Dios Hijo desde la eternidad.
Ahora bien, si Jesús nos enseña a orar, la Santa Madre Iglesia nos concede la gracia de vivir la oración del Padre Nuestro enseñada por Jesús, por medio de la Santa Misa.
En la Santa Misa podemos vivir el Padre Nuestro, en cada una de sus oraciones:
“Padre Nuestro que estás en el cielo”: si en el Padre Nuestro nos dirigimos al “Padre que está en los cielos”, en la Santa Misa Dios Padre se hace presente en esa parte del cielo que es el altar eucarístico, porque es Él quien envía a su Hijo Jesucristo, por medio de su Amor, el Espíritu Santo, para que entregue su Cuerpo en la Eucaristía y derrame su Sangre en el cáliz.
“Santificado sea tu Nombre”: en el Padre Nuestro pedimos que el “nombre de Dios sea santificado”, y esa petición se cumple en la Santa Misa de un modo imposible de imaginar, porque el que da gloria y santifica el nombre Tres veces Santo de Dios Uno y Trino es Jesucristo, el Hombre-Dios, que glorifica a la Trinidad sobre el altar eucarístico con la renovación incruenta y sacramental de su sacrificio en la cruz.
“Venga a nosotros tu Reino”: en el Padre Nuestro pedimos que “el Reino de Dios venga a nosotros”; en la Santa Misa, sobre el altar eucarístico, viene a nosotros algo infinitamente más grande que el Reino de Dios, y es Dios Hijo en Persona, oculto en el Santísimo Sacramento del Altar, la Eucaristía.
“Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”: en el Padre Nuestro pedimos que “la voluntad de Dios se cumpla, así en el cielo, como en la tierra”; en la Santa Misa esa voluntad de Dios, mil veces bendita, se cumple cabalmente, porque se nos ofrece Aquél que es la Causa de nuestra salvación, Cristo Jesús, en la Hostia consagrada.
“Danos hoy nuestro pan de cada día”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que “nos dé el pan de cada día”; en la Santa Misa esa petición se cumple más allá de toda imaginación humana, porque Dios Padre nos alimenta no con un alimento perecedero, para una vida perecedera, sino que nos alimenta con el Verdadero Maná bajado del cielo, el Pan Vivo que contiene la Vida eterna, Cristo Jesús en la Eucaristía.
“Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”: en el Padre Nuestro pedimos que “nuestras ofensas sean perdonadas”, porque nos comprometemos a “perdonar a quienes nos ofenden”; en la Santa Misa, Dios Padre nos da no solo el ejemplo del Divino Perdón, al donarnos la Divina Misericordia por medio de la Sangre que brota del Corazón traspasado de Jesús, sino que nos concede las fuerzas mismas para perdonar, imitándolo a Él en su misericordia, a nuestros enemigos, y esa fuerza es el Divino Amor, contenido en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús.
“No nos dejes caer en la tentación”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios las fuerzas para “no caer en la tentación”; en la Santa Misa, obtenemos, más que la fuerza divina para no caer, al mismo Dios Omnipotente, que se nos entrega sin reservas en la Eucaristía, para ser Él nuestra fortaleza.
“Y líbranos del mal”: en el Padre Nuestro pedimos a Dios que nos “libre del mal”; en la Santa Misa, se hace Presente en Persona Dios mismo, en la Santa Cruz, renovando su santo sacrificio, por el cual venció al mal personificado, el Demonio, el Ángel caído, Satanás, la Serpiente Antigua.
“Amén”: en la Santa Misa entonamos el “Amén” eterno, como Iglesia Militante, junto con la Iglesia Purgante y la Iglesia Triunfante, doblando nuestras rodillas en acción de gracias y en adoración al Cordero de Dios, Jesús Eucaristía.

“Venid, benditos de mi Padre”




“Venid, benditos de mi Padre” (Mt 25, 31-46). Estas dulces palabras, pronunciadas por Nuestro Señor Jesucristo en Persona, resonarán en los oídos y corazones de aquellos que, en esta vida terrena, hayan dedicado sus vidas a las obras de misericordia corporales y espirituales, según las posibilidades y el estado de cada cual. Quien se haya preocupado por el prójimo, sobre todo el más necesitado y lo haya auxiliado en nombre de Cristo y no por vanagloria, recibirá en el cielo un premio imposible siquiera de imaginar, porque a las maravillas inconcebibles que supone el cielo en sí mismo, se le sumarán las maravillas aún más inconcebibles, el contemplar a la Trinidad y al Cordero por toda la eternidad.
La Cuaresma es el tiempo propicio para practicar las obras de misericordia, espirituales y materiales, indicadas por la Iglesia. Ahora bien, no se deben confundir dichas obras de misericordia con el activismo de corte socialista-marxista que propician las nefastas Teología de la Liberación y la Teología del pueblo –esta última, rama de la primera-, desde el momento en que son contrarias al Evangelio, al colocar al pobre en el centro del mensaje evangélico y a la pobreza como causa de salvación. El único centro del Evangelio es Nuestro Señor Jesucristo, Persona Segunda de la Trinidad, encarnada en una naturaleza humana y la única causa de salvación es su Pasión y Muerte en Cruz y la gracia santificante por Él merecida para nosotros, al precio altísimo de su Sangre derramada en el Calvario.

viernes, 16 de febrero de 2018

“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás”


 "Tentación del Señor"

(Temptation of the Lord)


(Domingo I - TC - Ciclo B – 2018)

“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás” (Mc 1, 12-15). Jesús es llevado al desierto por el Espíritu Santo y allí, en el desierto, ayunará durante cuarenta días y cuarenta noches. Hacia el final del ayuno, al experimentar hambre, se le aparecerá el espíritu maligno, el Ángel caído, Satanás, del Demonio, el cual buscará, por medio de la tentación, una tarea imposible de toda imposibilidad: el hacer caer a Jesús en el pecado. El Demonio tienta a Jesús, pero es absolutamente imposible que Jesús hubiera podido caer, no ya en pecado, ni siquiera venial, sino ni siquiera en la más ligera duda acerca de lo que el Demonio le proponía. Esto, en virtud de la condición divina del Hombre-Dios: Jesús es la Segunda Persona de la Trinidad, es Dios Hijo encarnado, y en cuanto Dios, es imposible, de toda imposibilidad, el pecado, desde el momento en que Él es la Santidad Increada en sí misma. También en cuanto Hombre era imposible que Jesús pecara, porque era Hombre perfectísimo, en quien “habitaba corporalmente la divinidad”, por cuanto su naturaleza humana estaba unida hipostáticamente, personalmente, a la Persona Segunda de la Trinidad, lo cual significa que la humanidad de Jesús de Nazareth participaba, con toda su plenitud, de la gloria, la gracia, la sabiduría de Dios Uno y Trino, todo lo cual hacía imposible no solo el pecado, sino siquiera la más mínima imperfección.
Entonces, si Jesús se deja tentar, no es para ver cuán fuerte es Él en relación a la tentación, porque era imposible que, ya sea en cuanto Dios, que en cuanto Hombre perfecto, pudiera pecar. ¿Por qué Jesús permite, entonces, el ser tentado? Jesús se deja tentar en el Demonio en el desierto, para que nosotros tomemos ejemplo de Él ante la tentación y sepamos, con el auxilio del Espíritu Santo, cuáles son las tentaciones a las que nos expone el Demonio, y cómo debemos responder, guiados en el ejemplo de Jesús.
Ante todo, para poder hacernos una idea acerca de qué es la tentación, tomemos la imagen de un pez que, desde dentro del agua, mira hacia la superficie la carnada que esconde el anzuelo tirado por el pescador. Así como el pez mira la carnada y le parece apetitosa, pero en el momento en que la muerde, se da cuenta de la realidad –no era lo que parecía, al fugaz momento agradable, le sigue el dolor y luego la muerte, porque es sacado fuera de su elemento vital, el agua-, de la misma manera el hombre, al contemplar la tentación que encubre el pecado, le parece apetitoso, pero una vez que lo comete, el breve placer terreno y concupiscible del pecado cede al dolor espiritual y a la muerte espiritual ya que, según la gravedad, su alma queda muerta a la vida de la gracia, si se trata de un pecado mortal.
En la primera tentación, el Demonio, al darse cuenta de que Jesús tiene hambre, le dice a Jesús que le pida a Dios que convierta las piedras en pan, así Él podrá satisfacer su hambre corporal. Pero Jesús le responde que no es el hambre corporal la necesidad básica del hombre, sino el hambre espiritual, que se sacia con la Palabra de Dios: “No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Esto nos enseña que, si es importante saciar el hambre corporal por medio de la alimentación, mucho más importante es saciar el hambre espiritual con la Palabra de Dios, contenida en las Sagradas Escrituras y en la Eucaristía. Otra enseñanza es que de nada sirve al hombre satisfacer su apetito corporal, si no satisface su apetito espiritual, que en el caso del hombre solo puede ser satisfecho por Dios; Dios que, para el católico, está en la Palabra de Dios y en la Eucaristía, por cuanto la Eucaristía es la Palabra de Dios encarnada, que prolonga su Encarnación en el Santísimo Sacramento del Altar. Otra interpretación es que se trata de la tentación de pretender suplantar el primado espiritual de Dios en el hombre, por el primado de los apetitos carnales[1]: Jesús nos enseña a vencer esta tentación con la virtud de la castidad, expresión corporal de la pureza trinitaria del Ser divino.
         En la segunda tentación, el Demonio lleva a Jesús a lo más alto del templo y le dice que se arroje, ya que Dios enviará sus ángeles para que no se haga daño. Jesús le responde: “No tentarás al Señor, tu Dios”. Se trata de un milagro absurdo, innecesario y, ante todo, su sola petición, es temeraria. La petición de un milagro como este, equivale a un desafío a Dios por parte del hombre, que así invierte los términos, porque no es Dios el que pone a prueba al hombre, como debe ser –Dios tiene derecho a ponernos a prueba en el Amor-, sino que es el hombre el que pone a prueba a Dios. Jesús nos enseña que no debemos ser temerarios y pedir a Dios milagros irracionales, cuando somos nosotros mismos los que, voluntariamente, ponemos en peligro nuestras almas. Dios no tiene obligación de quitarnos los obstáculos –pecados- que libre y voluntariamente ponemos en el camino; si nos los quita, es por misericordia, pero no por obligación-. Equivaldría a que alguien, conduciendo un vehículo en un camino de montaña, repentinamente acelerara a toda velocidad, dirigiéndose al precipicio, pidiendo al mismo tiempo a Dios que detenga el vehículo, haciéndolo además responsable del seguro accidente. Otra interpretación es que se trata de la tentación del éxito y del poder mundano, que se vence con la virtud de la pobreza[2], pero no de cualquier pobreza, sino de la pobreza limpia y casta de la cruz, que rechaza los bienes terrenos porque desea solo los bienes del cielo.
En la tercera y última tentación, el Demonio lleva a Jesús a lo más alto de una montaña, le muestra los reinos de la tierra y le dice que se postre ante él y lo adore, y él le dará todos esos reinos. Jesús le responde: “Sólo a Dios adorarás”. Esto nos enseña que solo debemos postrarnos en adoración ante Dios, Presente en Persona en la Eucaristía, y que debemos rechazar cualquier adoración que no sea a Dios en la Eucaristía. Cualquier adoración que no sea a Cristo Eucaristía, es idolatría pagana que ofende a la majestad de Dios. También nos enseña Jesús que debemos despreciar el poder, la fama y los bienes terrenos, porque quien apega su corazón a los bienes terrenos, queda atrapado por la trampa del Demonio, que se oculta detrás de estas cosas. No significa que no debamos esforzarnos para adquirir bienes, ni que debamos renunciar al poder o a la fama mundana, si es que accidentalmente sobrevienen, ya que todo eso puede y debe ser puesto a los pies de Jesús; significa que no debemos darle nuestro corazón a los bienes, a la fama y al poder, ya que solo a Dios debemos el amor de adoración y de gratitud, y para nosotros, los católicos, Dios está en Persona en la Eucaristía, y esa es la razón por la cual solo a la Eucaristía debemos adorar. Otra interpretación es que se trata de la tentación de pretender el hombre cumplir su propia voluntad, de forma independiente y autónoma al Querer divino[3][3] –no en vano el primer mandamiento de la Iglesia de Satanás es: “Haz lo que quieras”, como instigación demoníaca al hombre de rebelión contra el plan divino de salvación-, tentación que se vence con la virtud de la obediencia a los legítimos superiores.
Por último, al citar a la Sagrada Escritura para contrarrestar las insidias del Demonio, Jesús nos da ejemplo de cómo en la Palabra de Dios encontramos la sabiduría y la fortaleza divinas más que suficientes para vencer cualquier clase de tentación. Sin embargo, debemos recordar que no podemos caer en el error protestante, de pensar que la Palabra de Dios es sólo la Sagrada Escritura: para nosotros, los católicos, la Palabra de Dios está contenida, además de las Escrituras, en la Sagrada Tradición –los escritos de los Padres de la Iglesia- y en el Magisterio, además de estar contenida, viva, palpitante, en la Eucaristía. Cometeríamos un gravísimo error si, cediendo al error protestante, pensáramos que la Palabra de Dios es solo la Biblia.
“El Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás”. Dice el Santo Cura de Ars que “seremos tentados hasta el último instante de nuestra vida terrena”, pero esto no nos debe provocar temor de ninguna clase, porque Jesús nos da ejemplo de cómo vencer a la tentación fácilmente y es acudiendo al ayuno, a la oración, a la penitencia y a la Palabra de Dios, que para nosotros, los católicos, está en la Escritura, en la Tradición, en el Magisterio y en la Eucaristía.


[1] Cfr. Cristina SiccardiLa lotta tra Carnevale e Quaresima di Pieter Bruegelhttps://www.corrispondenzaromana.it/la-lotta-carnevale-quaresima-pieter-bruegel/
[2] Cfr. Siccardi, ibidem.
[3] Cfr. Siccardi, ibidem.

Viernes después de Ceniza



(TC - Ciclo B – 2018)

“Vendrán días en que se les quitará el esposo y entonces los invitados a las bodas ayunarán” (cfr. Mt 9, 14-15). Los discípulos de Juan se acercan a Jesús y, extrañados por el hecho de que no ayunen “como ellos y los judíos”, le preguntan a Jesús: “¿Por qué tus discípulos no ayunan, como lo hacemos nosotros y los fariseos?”. Jesús les responde de una manera enigmática, con otra pregunta: “Jesús les respondió: “¿Acaso los amigos del esposo pueden estar tristes mientras el esposo está con ellos? Llegará el momento en que el esposo les será quitado, y entonces ayunarán””. La respuesta de Jesús se entiende cuando se hace la traslación de las realidades terrenas señaladas –esposo y amigos, presencia del esposo, ausencia del esposo, ayuno-, con las realidades sobrenaturales por estas significadas –el esposo es Él, Esposo de la Iglesia Esposa; discípulos; vida terrena de Jesús; muerte en la cruz; ausencia visible de Jesús; dolor interno por su muerte en cruz-.
“Vendrán días en que se les quitará el esposo y entonces los invitados a las bodas ayunarán”. La profecía de Jesús se cumplirá cuando Él sea arrestado, enjuiciado, condenado a muerte y crucificado el Viernes Santo. Allí comenzará el ayuno de los amigos del Esposo, es decir, los bautizados en la Iglesia Católica. Ayuno que se prolongará hasta que el Esposo regrese, en el Día del Juicio Final, para juzgar a vivos y muertos.

jueves, 15 de febrero de 2018

Jueves después de Ceniza



Jesús camino del Calvario, con el velo de la Verónica
(Giovanni Cariani)

(TC - Ciclo B – 2018)

         “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús da las condiciones para seguirlo: ante todo, es necesario querer seguirlo, y por eso dice: “El que quiera venir detrás de mí”, porque Él no obliga a nadie a seguirlo. Quien lo ame, ése lo seguirá; quien no lo ame, no lo seguirá, porque Él no lleva a nadie contra su voluntad. Solo el Amor de Dios es el que hace que una persona desee seguir a Jesucristo y cumplir sus Mandamientos.
Otro requisito es “renunciar a sí mismo”, lo cual significa renunciar al hombre viejo, al hombre dominado por la concupiscencia, por la ira, por la gula, por la pereza; en definitiva, al hombre dominado por el pecado. Solo quien renuncie a su propio “yo”, contaminado por el pecado original, el yo cargado de soberbia, de orgullo, de vanidad, de rencor, solo ése, puede seguir a Jesucristo.
Otro requisito es “tomar la cruz de cada día”, lo cual significa desear morir al hombre viejo, para nacer al hombre nuevo, el hombre que nace de lo alto, el hombre regenerado por la gracia santificante, gracia que brota del Corazón traspasado de Jesús y que se derrama sobre el alma por medio de los sacramentos.
Por último, no basta con simplemente querer, renunciar a sí mismo y cargar la cruz: es necesario “seguirlo”, es decir, poner por obra el deseo de seguir a Jesús. Así como Jesús cargó la cruz y, mirando hacia el Calvario, emprendió el Via Crucis, el Camino de la Cruz, así también el cristiano, luego de desear amar a Cristo, luego de renunciar a sí mismo, luego de cargar la cruz, debe poner por obra el seguimiento de Cristo, lo cual significa ir tras de Él, guiado por el Espíritu Santo. Esto implica seguir a Jesús cada día, por el Camino del Calvario, a ese Nuevo Calvario que es el Altar Eucarístico, en donde se renueva, en cada Santa Misa, de modo incruento y sacramental, el Santo Sacrificio de la Cruz.

martes, 13 de febrero de 2018

Miércoles de Cenizas




(TC - Ciclo B – 2018)

         Con el Miércoles de Cenizas da inicio el tiempo litúrgico conocido como “Cuaresma”, el cual finaliza la noche del Sábado Santo. ¿Cuál es el sentido de la ceremonia de imposición de cenizas, que es la que da el nombre al día en el que inicia la Cuaresma? Ante todo, es necesario recordar que la imposición de cenizas es un sacramental, lo cual quiere decir que, como todo sacramental, no confiere la gracia, pero sí predispone al alma para recibirla. En cuanto al sentido de la ceremonia, hay que decir que, por la imposición de cenizas, la Iglesia recuerda al hombre dos cosas, expresadas en las dos oraciones que el sacerdote pronuncia: que “es polvo y al polvo regresará” –es decir, que es un ser frágil que camina, día a día, a la muerte- y que debe convertir su corazón a Jesucristo si quiere, al final de sus días en la tierra, ingresar en las Moradas eternas –“Conviértete y cree en el Evangelio”-.
         El recuerdo de estas dos realidades es absolutamente necesario; de lo contrario, el hombre cree que esta vida es para siempre y cuando pierde el horizonte de la vida eterna –ya sea con el posible castigo eterno en el Infierno por sus malas obras, o el premio de la eterna felicidad si obra el bien y cree en Jesucristo-, el hombre se aferra a esta vida temporal y a sus bienes pasajeros, pensando que ha de vivir para siempre y que sus bienes también. Una vez perdido el horizonte de eternidad –en el dolor o en la alegría-, el hombre no duda en cometer toda clase de maldades contra su prójimo para aumentar sus posesiones, creyendo vanamente que estas le darán felicidad. Sin el destino de eternidad, el hombre trata de convertir a esta vida terrena en algo inexistente, como lo es el paraíso terreno. Sin la perspectiva de la eternidad, y sin convertir su corazón al Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, el hombre endurece su corazón, se apega a la tierra, al mundo y a sus vanidades, y vive una vida de pecado. Además, el Demonio acude para profundizar este error vital, según Santa Teresa de Ávila: “El Demonio hace creer, a los que viven en pecado mortal, que sus placeres terrenos durarán para siempre”. Para que el ser humano no caiga en este error –o para que salga de él, si ya ha caído-, es que la Iglesia inicia la Cuaresma con la ceremonia de imposición de cenizas: para recordarle que tarde o temprano ha de morir, y que debe convertir su corazón si es que quiere ingresar en el Reino de los cielos, al final de su vida terrena.
         Hay otro aspecto a considerar en la imposición de cenizas, y es el hecho de que con esta ceremonia la Iglesia inicia el tiempo litúrgico en el que, místicamente, acompaña al Redentor, Jesucristo, en su ingreso al desierto, para participar de lo que Jesús hace allí. Jesús va al desierto “llevado por el Espíritu Santo”, dice la Escritura- para hacer penitencia, ayuno y oración por cuarenta días, como preparación para la Pasión, Muerte en Cruz y luego la Resurrección. En Cuaresma, la Iglesia toda, con la imposición de cenizas, comienza a participar del retiro de Jesús en el desierto; se trata no de una mera imitación en el recuerdo, sino de una verdadera participación, mística y sobrenatural, de la oración de Jesús en el desierto.
Porque el hombre tiende a olvidar que día a día se dirige a la muerte terrena y que le espera la eternidad –que puede ser de dolor o de alegría, según sean sus obras- y que si no convierte su corazón, no solo no entrará en el Reino de los cielos, sino que se condenará eternamente en el Infierno, es que la Iglesia celebra la ceremonia de la imposición de cenizas.
Como hemos dicho, esta tiene el fin de hacer recordar al hombre su condición de “nada más pecado” y encima pecado que se rebela contra Dios y su Ley. Por la imposición de cenizas, la Iglesia le recuerda al hombre que es “polvo” y “regresará al polvo”, porque esto que somos ahora, con este cuerpo unido al alma, terminará inevitablemente convirtiéndose en polvo, con la muerte, cuando el alma se separe del cuerpo y sea llevada ante Dios para recibir el Juicio Particular, mientras el cuerpo comienza su proceso de descomposición orgánica.
La Iglesia nos recuerda nuestra condición de meros transeúntes, peregrinos, en el desierto de la vida; nos recuerda que no somos más que caminantes, que nos dirigimos, por el desierto de la historia y de la vida, a la Jerusalén celestial, razón por la cual nada debemos tomar como definitivo en esta vida, sino que debemos vivirla con el corazón elevado a los bienes celestiales. Ése es el otro fin de la imposición de cenizas: que nos convirtamos a Jesucristo y su Evangelio, lo cual significa despegar el corazón de las cosas terrenas, no solo de las malas, lo cual es más que obvio que debemos hacer, sino incluso de las buenas –despegarnos en el sentido de que no las tendremos para siempre-, porque es la única forma en que llegaremos a la otra vida. Y en la otra vida, en el Reino de los cielos, veremos cómo todas las cosas buenas a las que renunciamos por el amor a Jesucristo, lo recuperaremos, libre de toda concupiscencia, y purificado en el Amor de Dios.
         “Recuerda que eres polvo y en polvo te convertirás”; “Conviértete y cree en el Evangelio”. Quien tiene en la mente y en el corazón que es solo polvo y que se convertirá en polvo por la muerte, y que debe convertir su corazón si quiere entrar en el Reino de los cielos, ese tal, encontrará su delicia en la Comunión Eucarística, porque allí se nos da la Vida eterna, la vida del Cordero de Dios, y en ella se nos anticipa la feliz eternidad del Reino de los cielos. La Cuaresma es el tiempo propicio para preparar el corazón y, en estado de gracia, recibir la Sagrada Comunión, que nos da la vida eterna y nos anticipa la eterna felicidad del Reino de Dios.


sábado, 10 de febrero de 2018

“Si quieres, puedes curarme”




(Domingo VI - TO - Ciclo B – 2018)

         “Si quieres, puedes curarme” (Mc 1, 40-45). Un leproso se acerca a Jesús, se postra ante Él, y le implora su curación: “Si quieres, puedes curarme”. Jesús extiende su mano y le dice: “Lo quiero, queda curado”, quedando el enfermo totalmente libre de lepra.
         Si bien Jesús cura a toda clase de enfermos en el Evangelio, en el caso de la curación de la lepra hay un significado espiritual sobreañadido, ya que el leproso es imagen de la humanidad, herida por el pecado original: el pecado es al alma, lo que la lepra al cuerpo. Por esta relación, y para entender el alcance de la curación del leproso por parte de Jesús, es conveniente recordar, brevemente, en qué consiste la lepra y cuáles son sus efectos en el cuerpo humano.
La lepra[1] es una enfermedad infectocontagiosa que se transmite por el contacto y por las secreciones respiratorias, la cual es producida por un organismo patógeno, invisible a simple vista para el hombre, un bacilo llamado Mycobacterium leprae. Una vez que ingresa en el organismo, el bacilo se aloja en las terminales nerviosas, la piel y las membranas mucosas de vías aéreas superiores, multiplicándose y provocando inflamación de la zona afectada y posteriormente destrucción del tejido, originando las clásicas lesiones indoloras de la lepra, que hace que los afectados por la misma no experimenten dolor. Además de las lesiones cutáneas, la lepra ocasiona neuropatías periféricas y lesiones cartilaginosas, sobre todo el colapso del cartílago nasal[2]. Es por esto que la lepra altera no solo la función sino la forma del cuerpo, puesto que destruye cartílagos, como el cartílago nasal, dando el aspecto característico al enfermo avanzado de lepra, sobre todo la lepra lepromatosa. Entonces, la lepra es producida por un agente invisible y provoca lesiones indoloras, además de destrucción corporal.
Como dijimos inicialmente, la lepra –incurable en ese entonces- era considerada como figura del pecado en la Sagrada Escritura, porque de manera análoga a como la lepra destruía el cuerpo, así el pecado destruía el alma. Incluso es similar la fisiopatología de ambos, la lepra y el pecado: así como la lepra, provocada por un organismo patógeno, infecta al cuerpo y le produce lesiones indoloras que terminan por mutilar a la persona, dañando y afeando su cuerpo, así el pecado –que se origina en el del corazón y la inteligencia inclinados al mal- actúa insensiblemente en el alma –el pecador no experimenta dolor con el pecado, sino placer de concupiscencia, como por ejemplo, el placer concupiscible de la ira-, destruyendo en ella la vida de la gracia, afeándola al despojarla de la hermosura sobrenatural de la vida de Dios, dejándola expuesta con la fealdad de la malicia del corazón del hombre sin Dios.
         “Si quieres, puedes curarme”. En la interacción entre Jesús y el leproso, debemos ver, por un lado, el significado de la acción de Jesús –porque prefigura al Sacramento de la Confesión- y, por otro, la actitud del leproso, que se acerca a Jesús, no exigiendo la curación, ni pretendiendo la curación a toda costa, sino aceptándola solamente si es voluntad de Dios: “Si quieres, puedes curarme”. En cuanto a la acción sanadora de Jesús sobre el leproso, es figura y anticipo de la acción sanadora de la gracia santificante, que se concede a través del Sacramento de la Confesión, por el mismo Jesús, que actúa por medio del sacerdote ministerial.
En cuanto a la actitud del leproso, es para nosotros ejemplo de cómo debemos acercarnos a Jesús. Ya en el hecho de acudir a Jesús, confiado en su poder y en su misericordia hay, por parte del leproso, un secundar la gracia del Espíritu Santo, que le concede la confianza en su misericordia y su fe en su condición de Dios Hijo encarnado, y esta es la razón por la cual se postra ente Jesús, adorándole y suplicándole la curación. El otro aspecto en el que el leproso es nuestro ejemplo es, además de su fe en la condición divina de Jesús y en secundar la gracia del Espíritu Santo, en su humildad y en su conformidad con la voluntad de Dios y esto se puede ver en la forma en la que se dirige a Jesús. Ante todo, se postra a sus pies –reconocimiento de su divinidad-, al tiempo que le suplica  que lo cure, pero solo si es su divina voluntad: “Si quieres, puedes curarme”. Esto es equivalente a decir: “Yo quiero la sanación, pero no me cures, sino es tu voluntad. Cúrame, te lo ruego, solo si es tu Divina Voluntad”. Es decir, el leproso no “exige” a Jesús la curación, ni la no curación: no quiere ni estar sano, ni estar enfermo, quiere que se cumpla la voluntad de Dios en él. Si la voluntad de Dios es que se cure, entonces él quiere esa curación –“Si quieres, puedes curarme”-. Pero si la voluntad de Dios es que no se cure, él también quiere esa voluntad de Dios, de que él permanezca, por su bien y el de muchos, con la enfermedad. ¡Cuántos cristianos, contrariamente a la humildad y fe del leproso, exigen a Jesús la curación y, si no la obtienen, se ofenden con Jesús y además acuden a sus enemigos, los brujos, para que les quite de encima la enfermedad!
Ahora bien, el leproso es nuestro ejemplo para cuando debemos acudir al Sacramento de la Confesión: por un lado, porque el desear confesar los pecados ante el sacerdote ministerial, es ya un secundar a la moción del Espíritu Santo, como hace el leproso; con esta disposición interior del alma, que así responde a la moción inicial de la gracia, confiando en el poder sanador de los sacramentos de la Iglesia y acercándose al representante de Jesús, el sacerdote ministerial, debe pedir, con el corazón contrito y humillado, el perdón por sus pecados.
         “Si quieres, puedes curarme”. Un último aspecto en el que debemos reflexionar es que en el Evangelio, Jesús no solo le quita al leproso la enfermedad corporal, sino que le concede una vida nueva, la vida de sanidad, sin enfermedad, y el leproso se lo agradece postrándose ante Él. De manera análoga, por la Confesión sacramental, Nuestro Señor Jesucristo, a través del sacerdote ministerial, no solo quita del alma la fealdad de esa lepra espiritual que es el pecado, sino que le concede la hermosura resplandeciente de la gracia divina, por lo que el cristiano debe tomar conciencia de que su comportamiento debe reflejar la luminosa caridad de la vida nueva de los hijos de Dios, abandonando para siempre la vida de los hijos de las tinieblas. Y así como el leproso del Evangelio, al ser curado por Jesús, le agradece la vida nueva de salud alabándolo y postrándose ante sus pies, así el cristiano católico debe postrarse en adoración y acción de gracias ante Jesús Eucaristía, por la inmensidad infinita del Amor de su Sagrado Corazón.


[1] Lepra o Enfermedad de Hansen, por Dylan Tierney, MD, MPH , Instructor;Associate Physician, Division of Global Health Equity, Harvard Medical School;Brigham and Women's Hospital ; Edward A. Nardell, MD, Professor of Medicine and Global Health and Social Medicine;Associate Physician, Divisions of Global Health Equity and Pulmonary and Critical Care Medicine, Harvard Medical School;Brigham & Women's Hospital; cfr. http://www.msdmanuals.com/es/professional/enfermedades-infecciosas/micobacterias/lepra
[2] Las complicaciones más graves son el resultado de la neuropatía periférica, que afecta el sentido del tacto e imposibilita la percepción del dolor y la temperatura. Los pacientes pueden quemarse, cortarse o sufrir otra lesión sin advertirlo. La lesión recurrente puede culminar con la pérdida de uno o varios dedos. La debilidad muscular puede provocar deformidades (p. ej., deformidad en garra del cuarto y el quinto dedo de la mano debido al compromiso del nervio cubital, descenso del pie como consecuencia del compromiso del nervio peroneo). Las pápulas y los nódulos pueden producir desfiguraciones en la cara. la lesión de la mucosa nasal puede provocar congestión nasal crónica y epistaxis y, si no se trata, puede conducir a la erosión y el colapso del tabique nasal. Cfr. http://www.msdmanuals.com/es/professional/enfermedades-infecciosas/micobacterias/lepra Considerada incurable hasta la década del ’40, en la actualidad se puede curar, aunque en algunos casos el tratamiento debe durar toda la vida. El tratamiento consiste en regímenes polifarmacológicos a largo plazo compuestos por dapsona, rifampicina y, en ocasiones, clofazimina.

miércoles, 7 de febrero de 2018

“Es del corazón de los hombres, de donde provienen toda clase de malas intenciones"



“Es del corazón de los hombres, de donde provienen toda clase de malas intenciones (…) Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre (…) Así Jesús declaraba que eran puros todos los alimentos” (Mc 7, 14-23). Jesús declara “puros” todos los alimentos, con lo cual no tienen sentido la clasificación de alimentos puros e impuros que hacen los judíos, y también caen por irracionales, las falsas propuestas en las que se basan ideologías sectarias anti-cristianas como el veganismo. Algo similar le sucedió luego a Pedro y, para sacarlo de su error, es que Dios le hace ver, en una visión, que todos los alimentos eran puros y que “no debía él llamar impuro a lo que Dios había purificado”. Además, en relación a los animales –vacas, cerdos, ovejas, etc.-, en la visión se le dice: “Mata y come” (cfr. Hech 10, 13), por lo cual no tiene sentido privarse de la alimentación que proviene de los animales, tal como lo proponen judíos, musulmanes, veganos y muchas otras sectas también. En el fondo, se trata de un rechazo a la redención de Jesucristo; no es un tema científico, sino religioso, porque al rechazar la redención de Jesucristo, se rechaza lo que Él ha purificado con su Sangre en la cruz –todo lo bueno de la naturaleza humana y de la Creación-. Mantener, de modo terco y necio, la clasificación de alimentos en puros e impuros, es contrario no solo a la mentalidad científica, sino también es contrario al valor salvífico del Sacrificio en Cruz de Nuestro Señor Jesucristo, además de considerar, de modo soberbio, que el hombre el que determina lo que es puro e impuro, trasladando artificialmente la impureza a lo externo al hombre –los alimentos, en este caso- y dejando de considerar aquello que verdaderamente hace impuro al hombre, como lo es el pecado que anida en su corazón, tal como lo revela Nuestro Señor Jesucristo: ““Es del corazón de los hombres de donde provienen toda clase de malas intenciones (…) Ninguna cosa externa que entra en el hombre puede mancharlo; lo que lo hace impuro es aquello que sale del hombre”.

viernes, 2 de febrero de 2018

“Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”


(Domingo V - TO - Ciclo B – 2018)

“Jesús fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos revela las actividades de Jesús en su misión pública: Jesús reza, cura enfermos, expulsa demonios. Reza, porque si bien es Dios Hijo, es también Hombre perfecto, y en cuanto tal, se dirige al Padre en la intimidad de la oración para encomendarse a su Padre Dios, para que todo lo que hace sea solo para la mayor gloria de Dios y salvación de las almas. La oración de Jesús es el momento en el que, entrando en comunión íntima y personal con Dios, por medio del Espíritu Santo, obtiene las fuerzas que, en cuanto hombre perfecto, necesita, para combatir a los grandes males que afligen a la humanidad, que son el pecado -la enfermedad y la muerte son consecuencias del pecado original- y la actuación perversa y maligna del Demonio, el Ángel caído que, aunque no lo veamos con los ojos corporales, anda en medio de los hombres, por todo el mundo, buscando hacer caer en la tentación y el pecado, para conducir a las almas a la eterna perdición en el infierno. Esto es lo que significa la expresión de las Escrituras: “(el Demonio) ronda como un león, buscando a quién devorar”. Jesús reza también para “sanar enfermos”, desde el momento en que la enfermedad, cualquiera que esta sea, es consecuencia del pecado original, que quita al hombre los dones preternaturales y a partir del cual el ser humano comienza con la enfermedad, el dolor y la muerte. Esto es lo que el Evangelio nos dice: “Antes que amaneciera, Jesús fue a un lugar desierto; allí estuvo orando (…) Jesús curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”.  
Sin embargo, al escuchar este Evangelio, podríamos estar tentados de confundir la misión de Jesús y pensar que Jesús ha venido a este mundo para “curar enfermos y expulsar demonios”, pero ese no es el fin de la misión de Jesucristo y Él mismo lo dice con sus propias palabras: “Vayamos a otra parte, a predicar también en las poblaciones vecinas, porque para eso he salido”. Es decir, Jesús sale a misionar, pero no para simplemente curar enfermos y expulsar demonios, ya que esos prodigios son solo el prolegómeno de su misión principal y exclusiva, que es la de “predicar”, es decir, la de “anunciar que el Reino de Dios está cerca”, que es necesaria la “conversión del corazón” para poder acceder a ese Reino, un Reino que no es humano, ni temporal, ni visible, ni está en lugar alguno, sino que es un Reino celestial, eterno, que está en el Cielo y no en la tierra; un Reino que nos espera en la eternidad, aunque para aquél que lo reciba en esta tierra, comience desde ahora, desde esta vida terrena.
Cometen un grandísimo error quienes piensan que la misión de la Iglesia, que es continuación de la misión de Jesucristo y de sus Apóstoles, la Iglesia primitiva, consiste en terminar con la pobreza, el hambre, la desigualdad, la injusticia que los hombres cometen entre sí. La misión de la Iglesia no es de orden social, ni su objetivo principal –ni tampoco secundario- es acabar con la pobreza en el mundo. La misión de la Iglesia es anunciar que Jesús, el Hombre-Dios, que está en la Eucaristía, está en medio de nosotros y que ha venido a este mundo, no para hacer de este mundo un mundo mejor, sino para pedirnos que nos convirtamos a su Amor, que es el Amor de Dios, lo cual implica el rechazo del pecado en todas sus formas –la superstición, la creencia de sectas, en iglesias que no son las católicas; la confianza en el dinero; el pensar que esta vida terrena es la única; el no querer cambiar el corazón, inclinado al mal por el pecado, etc.- y el abrazar la vida de la gracia, la vida de los hijos adoptivos de Dios, gracia que nos viene por los sacramentos y que nos hace vivir, ya en la tierra, en este “valle de lágrimas”, con la vista puesta en la eterna bienaventuranza.
“Jesús fue a orar (…) curó a muchos enfermos (…) y expulsó a muchos demonios”. Curar enfermos y expulsar demonios no son el objetivo de Jesús, sino los prolegómenos para anunciarnos que la verdadera vida, la vida eterna, nos espera al finalizar esta vida terrena, pero que también esta vida eterna podemos ya empezarla a vivir desde esta vida terrena, siempre y cuando rechacemos el pecado y vivamos en estado de gracia. Para anunciarnos esta maravillosa verdad, la de la vida eterna que nos espera al final de esta vida terrena, es que la Iglesia misiona, pidiendo a los hijos adoptivos de Dios que se aparten del pecado y que se preparen para el Reino de los cielos, que está más cerca de lo que podemos pensar o imaginar. De hecho, cada día que pasa, es un día menos que nos separa del inicio del Reino de los cielos en la bienaventuranza.
Pero hay algo más que la Iglesia pide a los hijos adoptivos de Dios, y es que se unan al Cordero de Dios en su sacrificio redentor, para ser, en Él, por Él y con Él, salvadores y co-rredentores de la humanidad, y el lugar óptimo para esta unión con Jesús es la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz. Para eso estamos en esta vida terrena: para unirnos al Redentor en el Santo Sacrificio del Altar, la Santa Misa, y así convertirnos en corredentores de nuestros hermanos.


jueves, 1 de febrero de 2018

“Si la gente no los escucha, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos”


“Si la gente no los escucha, sacudan hasta el polvo de sus pies, en testimonio contra ellos” (Mc 6, 7-13). Jesús envía a sus discípulos a anunciar la Buena Noticia del Reino de Dios, y les confiere, haciéndolos partícipes de su poder divino, del poder de curar enfermos y de expulsar demonios. Les aconseja que “no lleven para el camino más que un bastón” y que tampoco lleven “pan, ni alforja, ni dinero”.
que fueran calzados con sandalias, y que no tuvieran dos túnicas” y la razón es que están de misión y no de paseo o de vacaciones. Ahora bien, puesto que van en nombre de Dios y de parte suya, porque el anuncio del Reino de los cielos no es de invención humana, sino una realidad divina que se revela a los hombres por medio de Jesucristo, a todo aquel que reciba a los discípulos de Jesús, la paz de Dios descenderá sobre él y sobre su casa, pero a aquellos que no los reciban, es decir, que los rechacen, la paz de Dios no quedará en esa casa, porque el Espíritu Santo no descenderá sobre esa casa, a causa de su rechazo. Y esto se refleja en la acción que Jesús ordena explícitamente hacer a sus discípulos: que sacudan “hasta el polvo que se ha adherido a sus pies”, en señal de testimonio contra esa casa.

Quien rechaza el mensaje de salvación del Hombre-Dios Jesucristo, revelado y manifestado por la misión de la Iglesia y por sus misioneros, debe atenerse a las consecuencias, que es nada menos que poner en riesgo la eterna salvación de su alma, debido a que “no hay otro nombre dado a los hombres para su eterna salvación”. Quien rechaza al Jesús de la Iglesia Católica –no al Jesús de otras religiones o iglesias, y mucho menos al Jesús de las sectas-, que es el Jesús que está en la Eucaristía, rechaza la última oportunidad de salvación que tiene de su alma y esa es la razón por la cual nadie debe hacer oídos sordos a lo que la Iglesia, por medio de los misioneros, dice a los hombres el mensaje de Jesús: “Conviértanse, porque el Reino de Dios está cerca”.