sábado, 27 de enero de 2018

“(…) Un espíritu impuro gritó: “Ya sé quién eres: el Santo de Dios””


(Domingo IV - TO - Ciclo B – 2018)

         “(…) Un espíritu impuro gritó: “Ya sé quién eres: el Santo de Dios”” (Mc 1, 21-28).  Los demonios, que pueblan la tierra desde que fueron expulsados del cielo a causa de rebeldía contra Dios y cuyo fin es el seducir y tentar a las almas para conducirlas por el camino de la eterna perdición, reconocen que Jesucristo es “el Santo de Dios”. Según Santo Tomás, los demonios conocen a Jesús por conjeturas –deducen que no es un hombre más entre tantos, debido a que se dan cuenta que sus milagros, prodigios y signos no los puede hacer un hombre común- y no porque tengan de Él un conocimiento en su esencia, como sí lo tienen los ángeles de luz. Ahora bien, podemos conjeturar que, puesto que los demonios, ante su Presencia, “se arrojan a sus pies” y exclaman, aterrorizados: “Tú eres el Santo de Dios”, los ángeles rebeldes tienen otro tipo de conocimiento de Jesús, además del conocimiento por conjeturas y una orientación nos la da el terror que los ángeles rebeldes experimentan ante Jesús. ¿Cuál es la razón del terror que experimentan los demonios ante Jesús? Los ángeles caídos se aterrorizan ante Jesús porque reconocen en Jesús -que ha venido “para destruir las obras del Demonio”-, en su voz, la omnipotencia del Dios que los creó, los puso a prueba en el Cielo y finalmente los expulsó, al convertirse ellos mismos, por propia decisión, en ángeles perversos y malignos. Es decir, al escuchar la voz humana de Jesús, reconocen que, a través de esta voz humana, habla la Palabra de Dios, el mismo Dios que los creó y que luego de fallar en la prueba de amor hacia Él, los precipitó en el Infierno para siempre. Esa es la razón por la cual, al escuchar a Jesús y ante la sola orden de su voz, huyen inmediatamente de los cuerpos humanos a los que habían poseído, llenos de terror. Si Jesús fuera solo un hombre, de ninguna manera experimentarían los demonios el terror que experimentan ante el Hombre-Dios Jesucristo.

                  “(…) Un espíritu impuro gritó: “Ya sé quién eres: el Santo de Dios””. Nada bueno enseñan los demonios, pero en este caso, hay algo que sí podemos aprender de ellos, y es el reconocer, en Jesús de Nazareth, a Dios Hijo encarnado. La diferencia es que a ellos se les manifestaba por medio de una naturaleza humana, mientras que a nosotros, ese mismo Hijo de Dios encarnado, se nos manifiesta por medio de las especies eucarísticas, en el Santísimo Sacramento del altar. Si los demonios se arrojaban a los pies de Jesús exclamando, llenos de terror, “Tú eres el Santo de Dios”, nosotros, iluminados por la Santa Fe católica, debemos postrarnos ante Jesús Eucaristía y exclamar, llenos de amor: “¡Jesús Eucaristía, Tú eres Dios, Tres veces Santo!”.

lunes, 22 de enero de 2018

“Al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará jamás”



“Al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará jamás” (Mc 3, 22-30). Jesús revela que “todo pecado será perdonado”, por lo cual el hombre debe siempre confiar en la Divina Misericordia, sin importar qué pecado haya cometido, puesto que Dios siempre perdona a quien acude al Sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y humillado, arrepentido del pecado cometido. Sin embargo, Jesús advierte también que hay un pecado que “no será perdonado jamás”, y ese pecado es la “blasfemia contra el Espíritu Santo”. ¿En qué consiste esta “blasfemia contra el Espíritu Santo”? Lo podremos saber si recordamos quién es el Espíritu Santo: es la Persona Tercera de la Trinidad y a Él se le atribuye la obra de la santidad de la Trinidad, por cuanto el Espíritu Santo, al ser el Espíritu de Dios, es la Santidad Increada en sí misma. Entonces, todo lo que es bueno, santo, puro, perfecto, justo, le pertenece al Espíritu Santo, es obra suya. El pecado contra el Espíritu Santo consiste en negar, en lo que es santo, la procedencia del Espíritu Santo, y en este pecado se incluye, por ejemplo, negar la Encarnación del Verbo –con lo cual se niega, de modo concomitante, la virginidad de María y su condición de ser Madre de Dios-, atribuyendo la concepción de María a la obra de un hombre y no a la obra del Espíritu Santo. Y así, con cualquier otra obra de santidad, como sucede, por ejemplo, con la santificación de un alma por la gracia: si se niega que es obra del Espíritu Santo, es pecado contra el Espíritu Santo. Pero hay también otra forma de blasfemar contra el Espíritu Santo y es no solo el negar la santidad al Espíritu Santo, sino el de atribuir la santidad a una creatura, sea un hombre o un ángel. Es lo que sucede, por ejemplo, con los verdaderos milagros, que son atribuidos, por los supersticiosos, no al Espíritu de Dios, sino a los enemigos de Dios y de las almas, los demonios. Es decir, es un pecado contra el Espíritu Santo –y por eso no será perdonado jamás- el atribuir una curación milagrosa –debe tratarse de una verdadera curación milagrosa, obviamente-, no a Dios, o a la intercesión de Virgen, de los santos, o de los ángeles de luz, sino a ídolos demoníacos como el Gauchito Gil, Santa Muerte, Difunta Correa, Jesús Malverde, etc.  

“Al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará jamás”. Los idólatras, que continuamente atribuyen curaciones y muchas otras cosas buenas, a ídolos demoníacos, deberían reflexionar en las palabras de Jesús. Y mucho más, si son católicos.

sábado, 20 de enero de 2018

“Llamó a los que Él quiso”



(Domingo III - TO - Ciclo B – 2018)

         “Llamó a los que Él quiso” (Mc 1, 14-20). El Evangelio nos revela que el llamado es de Dios al hombre y que es un llamado personal –en este caso, a los Doce-. Pero también llama a una misión, sea que Dios elija al hombre para la vida consagrada o para la vida laica y es el llamado a la santidad. Todo cristiano, independientemente de su estado –religioso o laico-, está llamado a la santidad, lo cual quiere decir vivir apartado del mundo y su mundanidad. Cuando se dice “mundo”, no se entiende la Creación, visible o invisible, puesto que esta, en cuanto tal, es buena, al ser fruto de la omnipotencia, sabiduría y amor divinos.  Cuando se dice “mundo”, se entiende el espíritu anti-cristiano que se deriva del corazón del hombre contaminado por el pecado original, y del corazón del ángel caído, contaminado por el pecado de rebelión en los cielos, que los caracteriza. El cristiano –el católico-, por el solo hecho de haber recibido el Bautismo sacramental, ha sido consagrado por Dios, para Dios, para que viva en la santidad, por cuanto su alma y su cuerpo han sido santificados y convertidos en templos de Dios Trino y morada del Espíritu Santo. Ésa es la razón por la cual el católico no puede, de ninguna manera, profanar, ni su cuerpo, ni su alma, pues si esto hace, profana algo que ya no le pertenece, sino que le pertenece a Dios, por ser de su propiedad, al haber sido comprado por Dios al precio altísimo de la Sangre del Cordero derramada en la cruz. El católico no debe “mundanizarse”, ni en su cuerpo, ni en su alma, porque ambos han sido santificados y consagrados a Dios por el Bautismo sacramental, al haber recibido la gracia de la filiación divina, que antes del bautismo no poseían. El cuerpo se mundaniza cuando es profanado y esto sucede con las prácticas anti-naturales, la fornicación, el adulterio, la drogadicción, el alcoholismo, los tatuajes –sobre todo, los tatuajes esotéricos, paganos y diabólicos-; el alma es profanada cuando se practica la superstición, la magia, el ocultismo, o cuando se escucha música satánica, o cuando se cede a la herejía, la blasfemia, el cisma. Estas prácticas equivalen a que en una iglesia, construida en material, se introduzcan animales –vacas, caballos, perros- y se los dejara además hacer sus necesidades fisiológicas; equivale a demoler una iglesia, materialmente hablando, como la demolición ocurrida en Alemania, al tirar abajo una iglesia de 1800 para dar lugar a una fábrica de carbón[1]; equivale a profanar la iglesia con canciones mundanas, o con bailes, o con actividades extra-litúrgicas.
         “Llamó a los que Él quiso”. Independientemente de la vocación particular a la que hemos sido llamados –básicamente, laicos o consagrados-, el llamado universal a la santidad está inscripto en el Bautismo sacramental que hemos recibido. No profanemos nuestras almas y nuestros cuerpos, porque hemos sido llamados para la eterna bienaventuranza en el Reino de los cielos. Y cada día que pasa, el Reino de Dios está cada vez más cerca.




[1] Para obtener más información acerca de esta tristísima noticia, acceder al siguiente enlace: http://www.abc.es/internacional/abci-demolida-iglesia-alemania-para-ampliar-mina-lignito-201801101309_noticia.html

jueves, 18 de enero de 2018

“Los espíritus impuros se tiraban a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!””


“Los espíritus impuros se tiraban a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”” (Mc 3, 7-12). ¿Sabían los demonios que Jesús era Dios? No lo podían saber en cuanto visión beatífica, porque por su pecado de soberbia y rebeldía, quedaron excluidos de la misma. Sin embargo, en el Evangelio vemos que un demonio, al “ver a Jesús”, se “arrojan a sus pies gritando: ¡Tú eres el Hijo de Dios!”. Este tipo de conocimiento es de tipo experiencial; es decir, lo deducen, a partir de las obras y signos –milagros- que obra Jesús. Pero también es un conocimiento personal, en cuanto las personas de los ángeles caídos reconocen, en la voz y el poder de Jesús, la voz y el poder del Dios omnipotente, misericordioso y sabio que los creó, los puso a prueba en el amor y luego de haber fallado ellos en la prueba, los condenó al Infierno eterno.

“Los espíritus impuros se tiraban a sus pies gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!””. Aunque los demonios sean los enemigos de nuestras almas y por eso ningún contacto debemos tener con ellos, ya que así ponemos en riesgo nuestra salvación eterna, sí podemos en cambio aprender de ellos alguna que otra enseñanza. En este caso, de los demonios del Evangelio que se arrojan a los pies de Jesús gritando: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”, podemos aprender de ellos el reconocimiento que de Jesús tienen estos ángeles caídos y trasladar, de modo analógico, estas enseñanzas, a nuestra vida espiritual. Es decir, así como los demonios reconocen a Dios Hijo oculto en la naturaleza humana de Jesús, así nosotros, contemplando la Eucaristía, debemos reconocer, por la luz de la fe que nos fue infundida por el Espíritu Santo en el bautismo, a Dios Hijo oculto en las apariencias de pan. Y si los demonios, reconociendo en Jesús a Dios Hijo, aunque no se postraban –porque no pueden hacer un acto de amor y adoración a Dios Hijo, como se significa por la postración-, sí se arrojaban a sus pies, gritando “¡Tú eres el Hijo de Dios!”; análogamente nosotros, reconociendo la Presencia real, verdadera y substancial de Dios Hijo en la Eucaristía, debemos postrarnos ante la Eucaristía, exclamando, llenos de piedad, de amor, de fe y de devoción: “¡Tú eres el Hijo de Dios!”.

sábado, 13 de enero de 2018

“Éste es el Cordero de Dios”


(Domingo II - TO - Ciclo B – 2018)

“Éste es el Cordero de Dios” (Jn 1, 35-42). Juan el Bautista, que predica en el desierto el bautismo de conversión, al ver pasar a Jesús, lo señala y le da un nombre nuevo: “Éste es el Cordero de Dios”. Hasta ese momento, nadie había llamado así a Jesús. Para los demás, era “el hijo del carpintero”, “el hijo de María”, “uno de nosotros”, pero no “el Cordero de Dios”. ¿Por qué razón Juan el Bautista nombra a Jesús con este nombre nuevo? Ante todo, no es un nombre impuesto por el Bautista, ni por ningún hombre ya que le corresponde a Jesús por conquista y por naturaleza: por conquista, porque Jesús, siendo Dios omnipotente, se comporta sin embargo en la Pasión con toda mansedumbre y humildad, venciendo así a la furia homicida del hombre pecador y del Ángel caído; por naturaleza, porque es Dios en Persona –es la Segunda Persona de la Trinidad- y en cuanto Dios, es la paz en sí misma y es la paz que da al hombre –“Os doy mi paz, no como la da el mundo”- luego de vencer al pecado, a la muerte y al demonio en la cruz. Entonces, por la mansedumbre, la humildad y la paz que brotan de su Ser divino trinitario y se manifiestan en toda su vida terrena y sobre todo en la Pasión, es que Jesús merece el título de “Cordero de Dios”. Pero hay una razón más por la cual es el Bautista el que da este nombre nuevo a Jesús, es que el Bautista está iluminado por Dios Padre, quien lo ilumina con el Espíritu Santo: “Aquél sobre quien veas bajar el Espíritu y posarse sobre él, ése es el que ha de bautizar con Espíritu Santo” (cfr. Jn 1, 32) y el que bautiza con el Espíritu Santo es el Cordero de Dios, y esa es la razón por la cual Jesús recibe este nombre de parte de Juan el Bautista.

“Éste es el Cordero de Dios”. El cristiano está llamado, en el desierto de este mundo y de esta vida terrena, a continuar la misión del Bautista y esta misión se cumple cuando, contemplando la Eucaristía e iluminado por el Espíritu Santo, el cristiano exclama: “Éste es el Cordero de Dios”. La Eucaristía es Jesús, el Cordero de Dios, el mismo señalado por el Bautista en el desierto, el mismo Cordero que ofrendó su vida en la cruz por nuestra salvación, el mismo Cordero que, sentado a la derecha del Padre, recibe todo el honor, el amor, la adoración, la gloria y la majestad, por parte de los santos y ángeles, por la eternidad, en el Reino de los cielos.

viernes, 12 de enero de 2018

“Nunca hemos visto nada igual”



“Nunca hemos visto nada igual” (Mc 2, 1-12). Jesús cura a un paralítico y la gente, al ver el milagro, exclama: “Nunca hemos visto nada igual”. Sin embargo, la curación de la parálisis física no es lo más asombroso: lo más asombroso es la curación del espíritu, es decir, el perdón de sus pecados, tal como Jesús se lo dice: “Hijo, tus pecados te son perdonados”. Es decir, Jesús no solo cura el cuerpo del paralítico sino, mucho más importante, cura su alma, porque con su omnipotencia divina le perdona sus pecados. Según lo que se desprende del relato del Evangelio, el paralítico no acude a Jesús para ser curado de su parálisis física, sino que acude para ser perdonado por sus pecados, puesto que esto es lo que Jesús le otorga en primer lugar: le perdona sus pecados. Solo en un segundo momento, y a causa de la fe que el paralítico ha demostrado en el poder de Jesús de perdonar los pecados, es que Jesús le cura su parálisis.

“Nunca hemos visto nada igual”. El paralítico que recibió un doble milagro de parte de Jesús –el perdón de sus pecados y la curación de su parálisis- no es el único, ni mucho menos, en recibir el amor misericordioso del Hombre-Dios. Cada día, cientos de millones de fieles reciben no solo el milagro de la curación de los pecados, al igual que el paralítico, sino un don infinitamente e incomparablemente más grande que el ser curados de una enfermedad física: reciben el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del Cordero de Dios, la Eucaristía. Y esto es motivo, no solo de asombro, sino de acción de gracias, de amor y de adoración a Dios Trino.

jueves, 11 de enero de 2018

“Si quieres, puedes purificarme”



“Si quieres, puedes purificarme” (Mc 1, 40-45). Un leproso, que reconoce a Jesús como al Hombre-Dios, se postra ante Él y le pide algo que solo Dios hecho hombre puede hacer: que lo cure de su lepra. Jesús, en cuyo Sagrado Corazón solo hay amor y compasión para el hombre y sobre todo para el que está atribulado y angustiado, con su omnipotencia divina, cura inmediatamente al leproso. Además de la compasión y misericordia de Jesús, en esta escena evangélica hay un misterio que prefigura y anticipa la prolongación de la misericordia y la compasión de Jesús por medio de su Iglesia. Para saber en qué consiste ese misterio, debemos considerar lo siguiente: la lepra es figura del pecado, pues es al alma lo que la le para al cuerpo; a su vez, la acción de Jesús es figura y anticipo del Sacramento de la Confesión, ya que la gracia santificante que el alma recibe en este sacramento, le quita esa mancha espiritual que es el pecado. Y así como el leproso del Evangelio, al serle quitada la lepra, comienza una nueva vida, una vida de sanidad, sin enfermedad, así también el alma que acude al confesionario y con un corazón contrito confiesa todos sus pecados, al recibir la absolución sacramental por el sacerdote ministerial, no solo le es quitada la mancha de pecado, sino que recibe una vida nueva, la vida de la gracia, la vida de los hijos de Dios, la vida que es participación a la vida misma de la Trinidad y que por lo tanto no es la vida meramente humana.

“Si quieres, puedes purificarme”. Cada vez que un sacerdote ministerial imparte el Sacramento de la Confesión a un alma, se prolonga, perpetúa y actualiza la misericordia del Sagrado Corazón de Jesús. Y nosotros, al igual que el leproso del Evangelio, que se postró ante Jesús luego de recibir la curación, también debemos postrarnos en acción de gracias ante Jesús Eucaristía, por tanto Amor gratuito e inmerecido recibido de Él.

miércoles, 10 de enero de 2018

“Jesús ora, sana enfermos y expulsa demonios”



“Jesús ora, sana enfermos y expulsa demonios” (Mc 1, 29-39). El Evangelio nos relata un día en la vida de Jesús: ora, sana enfermos y expulsa demonios. Además de curar a la suegra de Pedro, Jesús cura a numerosos enfermos que habían acudido a Él y expulsa a demonios que habían tomado posesión de muchos hombres. La situación de quienes acuden a Jesús describe el estado de la humanidad desde el pecado original de Adán y Eva: sometida a la enfermedad, al dolor y a la muerte y esclava del demonio. Jesús ha venido “para destruir las obras del demonio” (cfr. 1 Jn 3, 8), esto es, el pecado, la enfermedad y la muerte, porque es por causa del demonio –además del libre albedrío humano- que Adán y Eva, desobedeciendo las órdenes de Dios, perdieron los dones preternaturales y quedaron sometidos a las miserias de esta vida, convertida en “valle de lágrimas”, además de esclavizados por el demonio. Al curar las enfermedades que aquejan a la humanidad y al expulsar al demonio que esclavizando al cuerpo atormenta el alma, Jesús quita de en medio dos grandes males que asolan la humanidad desde la Desobediencia Original. Sin embargo, la obra de Jesús no se detiene en estas acciones, aun cuando estas acciones sean grandiosas y proporcionen paz a los hombres. Es verdad que Jesús ha venido “para destruir las obras del demonio”, pero el exceso de amor de su Corazón Misericordioso es tan grande e incomprensible, que a Jesús no le basta con simplemente curar nuestras enfermedades y expulsar de nuestros cuerpos, almas y vidas al Enemigo de nuestra salvación: en su Amor Misericordioso, infinito, eterno, inagotable, inabarcable, Jesús quiere darnos su Vida, la misma vida divina que Él posee como Dios Hijo desde la eternidad; quiere darnos su filiación divina, la misma filiación divina con la cual Él es Hijo Eterno del Padre; quiere darnos el Fuego del Divino Amor, el Espíritu Santo, el Amor con el cual Él ama al Padre y el Padre lo ama a Él en el Reino de los cielos, desde la eternidad. Y es para eso que se queda en la Eucaristía, porque es allí, en el don de su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en donde Él encuentra satisfacción a su deseo, el de donarse por completo, sin reservas, con todo su infinito Amor, a cada alma que lo recibe en la comunión eucarística con fe y con amor. Muchos acuden a Jesús para que sane sus cuerpos y almas enfermos; muchos acuden a Jesús por estar atormentados por el demonio. Pero pocos, muy pocos, acuden a Jesús Eucaristía para recibir lo que Jesús quiere darnos, que es infinitamente más grande que simplemente curar nuestras enfermedades y alejar de nuestras vidas al espíritu inmundo: su Sagrado Corazón Eucarístico, que arde en las llamas del Divino Amor.

lunes, 8 de enero de 2018

“El Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse”



“El Reino de Dios está cerca (…) Conviértanse” (Mc 1, 14-20). La conversión que predica y pide Nuestro Señor es necesaria para entrar en el Reino de los cielos y supone un rechazo radical del mundo y sus vanos atractivos. La conversión es imprescindible y de tal manera, que si no hay conversión, es imposible el ingreso en el Reino de Dios. Desde el momento en que todo corazón humano nace con el pecado original, está separado, desde su concepción, de Dios, y no solo, sino que está apegado a la tierra y al mundo, es decir, a las bajas pasiones del cuerpo y a los movimientos más indignos de las potencias del alma. El pedido de conversión de Jesús se entiende en su máxima expresión cuando se considera esta realidad: todo hombre que nace en este mundo está contaminado con la mancha del pecado original y, en consecuencia, no solo está alejado de Dios y de su influjo benéfico y santificante, sino que está atraído irremediablemente por las pasiones y dominado por la concupiscencia de la vida y de los ojos. La conversión implica despegar el corazón de las cosas del mundo, pero no solo de las cosas malas, sino incluso de las cosas buenas de este mundo, no en cuanto buenas, sino en cuanto son cosas pasajeras, transitorias, que han de terminar sí o sí. No en vano la Escritura dice que los cristianos “están el mundo, pero no son de este mundo”, y esto, porque esperamos en la vida eterna. En otras palabras, la conversión que pide Jesús no se limita a solamente rechazar aquello que es del mundo, del pecado y del demonio: además de esto, se extiende a todo lo que es bueno en el mundo y que proviene de Dios pero que, por ser de este mundo terreno y ser transitorio, no forma parte de nuestro destino final. Nuestro destino final es la eterna bienaventuranza, la contemplación, en el Reino de los cielos, de la Trinidad Beatísima y del Cordero de Dios, en compañía de María Santísima y de los ángeles y santos. Nuestro destino final no son las cosas buenas de este mundo que, en cuanto buenas, son dones de Dios, pero dones transitorios y temporales que no deben hacernos perder de vista que esta vida terrena es solo una prueba para ganar la vida eterna. Muchos cristianos son “buenos”, en el sentido de que, verdaderamente, no obran el mal, buscan cumplir con los Mandamientos de la Ley de Dios, son caritativos y misericordiosos para con sus prójimos. Pero esto es solo una “primera etapa” de la conversión, puesto que no basta con simplemente ser buenos: el cristiano –el católico- debe ser santo, es decir, debe vivir en estado de gracia permanente, como un anticipo del estado de gloria eterna que espera vivir en la otra vida. La santidad implica vivir con los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en el cielo –“pedes in terra ad sidera visus”, dice el lema de la Universidad Nacional de Tucumán, esto es, los pies en la tierra y la vista en el cielo-, no en el cielo cósmico, sino en el Cielo que es el Reino de Dios. Vivir esta vida en gracia, evitando el pecado, y con la mirada del alma puesta en la contemplación de la Trinidad y el Cordero, como anticipo de la visión beatífica de los bienaventurados, ésa es la conversión que nos pide Cristo Dios.

domingo, 7 de enero de 2018

Fiesta del Bautismo del Señor


(Ciclo B – 2018)

         La fiesta litúrgica del Bautismo del Señor es la segunda de las tres manifestaciones divinas del Redentor: la primera, fue ante los Reyes Magos, ante quienes manifestó su divinidad, resplandeciendo ante ellos con la luz de su gloria, significando así que los pueblos paganos de toda la tierra habrían de reconocer al Único y Verdadero Dios, Salvador del mundo, nacido de la Virgen Madre en un pobre Portal de Belén. La segunda manifestación es la manifestación de su omnipotencia divina en las Bodas de Caná, al convertir el agua en vino, realizando así el primer milagro público y dando inicio a su predicación de la Buena Noticia; la tercera es esta, la del Jordán, en la que se manifiesta como Dios verdadero, como Dios Hijo, de igual majestad, dignidad, honor y poder que el Padre y el Espíritu Santo. Es lo que se denomina “teofanía trinitaria”, en la que, por Jesucristo, Dios se revela en su constitución íntima, como Dios Uno y Trino: se ve visiblemente a Dios Hijo encarnado, se escucha la voz de Dios Padre que dice: “Este es mi Hijo muy amado”, y se ve al Espíritu Santo sobrevolar sobre Jesús, en forma de paloma, significando que es el Espíritu Santo, el Amor de Dios, la suave y dulce unción de la Humanidad Santísima del Mesías, realizada en el momento de su Encarnación en el seno virgen de María.
         Pero en la teofanía trinitaria del Jordán hay un misterio más: está preanunciado y significado el bautismo sacramental, llevado a cabo por la Iglesia en el signo de los tiempos, bautismo por el cual los hombres habrían de recibir el perdón de sus pecados, además de la gracia de la filiación divina, que los haría ser hijos adoptivos de Dios, con la misma filiación divina con la cual Dios Hijo es Hijo del Padre desde la eternidad.

         En efecto, al sumergirse Jesús en el Jordán, en esa inmersión está significada y comprendido el derrame de agua sobre la cabeza del bautizando, recibida en el bautismo sacramental. Al sumergirse Jesús, está significada su muerte en la cruz, y como en su humanidad nos lleva a todos, Él une a su muerte nuestra propia muerte personal, de cada hombre, y la de todo hombre. Al sumergirse, nos une místicamente a su muerte en cruz, y como en esta muerte en cruz Jesús nos lava nuestros pecados con su Sangre Preciosísima que brota de sus heridas abiertas, allí quedamos libres del pecado original y de todo pecado. Luego, al emerger de las aguas del Jordán, se significa y representa su resurrección, y como estamos unidos a Él en su muerte, así estamos unidos a Él en su resurrección, recibiendo de Él su Espíritu, el Espíritu Santo, el Espíritu de Dios, Espíritu de Vida, que nos vivifica con una vida nueva, la misma vida divina con la cual Jesús vive en el Padre y el Espíritu Santo desde la eternidad, y que se nos comunica por los sacramentos. Por último, la voz del Padre que se escucha en el Jordán diciendo: “Éste es mi Hijo muy amado”, al mismo tiempo que sobrevuela sobre Jesús el Espíritu Santo en forma de paloma, es lo que sucede, en el misterio del bautismo sacramental, cada vez que un alma recibe el bautismo de la Iglesia Católica: Dios Padre exclama, complacido, sobre el alma que se acaba de bautizar: “Éste es mi hijo adoptivo muy amado” y como signo de su amor, derrama, con el agua y las palabras de la fórmula bautismal, el Espíritu Santo, su Amor Divino, que sobrevuela sobre el neo-bautizando e ingresa en su cuerpo, al haber sido convertido en templo del Espíritu por el bautismo. En esta fiesta, los católicos celebramos no solo la teofanía trinitaria, sino que celebramos también que, en el Bautismo de Cristo en el Jordán, hemos sido incorporados, místicamente, a su muerte y resurrección, incorporación que se hace real, efectiva y orgánica con el bautismo sacramental. Celebramos, en última instancia, el haber sido incorporados y hechos partícipes del misterio pascual de muerte y resurrección del Señor; celebramos que somos hijos adoptivos de Dios, aquellos que hemos recibido el bautismo sacramental.

viernes, 5 de enero de 2018

Solemnidad de la Epifanía del Señor


"La adoración de los Reyes Magos"
(Rubens)

(Ciclo B – 2018)

         En esta fiesta, la Iglesia conmemora la adoración de Jesús por los Reyes Magos. El Evangelio narra que los Reyes de Oriente, llevados mística y sobrenaturalmente por la Estrella de Belén, llegaron hasta el Portal donde se encontraba el Niño Dios, sostenido por su Madre, la Virgen, entre sus brazos. Para entender el significado sobrenatural de la conmemoración litúrgica, es necesario considerar qué es lo que significa “epifanía”: en Occidente significa “manifestación” y en Oriente “Hagia phota”, es decir, “Santa Luz”[1]. La manifestación que la Iglesia celebra es la manifestación del Verbo de Dios encarnado a los paganos, representados en los Reyes Magos, puesto que ante ellos se revela tal como es, con la luz de su divinidad, que se transparenta o trasluce a través de su Humanidad santísima. Es decir, los Reyes de Oriente acuden al Portal de Belén, guiados exteriormente por un cometa cósmico e interiormente por la luz de la gracia, para adorar a Aquel que es el Hijo de Dios encarnado; una vez que se encuentran ante Él, el Niño Dios deja resplandecer, a los ojos de sus cuerpos y a los ojos del alma, la luz de su gloria divina, que surge de su Acto de Ser divino y perfectísimo. Los Reyes Magos, movidos por la gracia, se postran en adoración ante el Niño Dios y, arrodillados y con la frente en tierra, presentan al Niño sus regalos: oro, incienso y mirra. Los regalos que los Reyes portan y entregan a los pies del Niño Dios, son significativos de la fe que en el Niño tienen y de que en Él reconocen a Dios Hijo encarnado: el oro representa la divinidad; la mirra, la humanidad del Niño, santificada por la unión hipostática con el Verbo; el incienso, representa la oración y la adoración que brotan de los corazones encendidos en el Amor de Dios.
         La adoración de los Reyes Magos, sucedida realmente hace más de veinte siglos, se hace posible para nosotros, cristianos del siglo XXI, separados de ese hecho por el tiempo y el espacio y la forma en la que se hace posible, es por el misterio litúrgico de la Santa Misa. En efecto, por obra del Espíritu Santo que actúa en la liturgia eucarística, el Señor Jesús, el Dios encarnado que se manifestó a los Reyes de Oriente, se hace presente y se nos manifiesta, a los ojos del alma iluminados por la luz de la fe, en la Eucaristía, con la luz de su gloria divina, pues allí se encuentra tal como en la Epifanía, solo que habiendo ya pasado por el misterio pascual de muerte y resurrección: en la Eucaristía, sobre el altar eucarístico, Nuevo Portal de Belén, el Niño Dios prolonga y perpetúa su Encarnación, su Presencia gloriosa, real y substancial, y su Epifanía, la manifestación divina de su “Hagia Phota”, su Luz tres veces santa. Al igual que los Reyes Magos, también nosotros nos postremos ante su Presencia Eucarística, y le ofrezcamos también nuestros dones espirituales: el oro de nuestro reconocimiento como Dios Hijo encarnado, Presente, vivo y glorioso en la Eucaristía; la mirra de la adoración de su Humanidad santísima, unida a la Persona Segunda de la Trinidad; el incienso de nuestra oración, de nuestra adoración y de nuestro humilde amor y acción de gracias.

jueves, 4 de enero de 2018

“Hemos encontrado al Mesías”


“Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 35-42). En breves líneas, el Evangelio describe tres momentos de la vida de Andrés, que no solo cambiaron su existencia para siempre, sino que constituyen el ideal de todo cuanto un hombre puede desear vivir en esta tierra, y también en la vida eterna. En efecto, al inicio, Andrés está con un hombre elogiado por el mismo Jesucristo en Persona, Juan el Bautista; de él dijo Jesús: “No hay hombre más grande nacido de mujer”, y la razón es no solo la pureza del espíritu del Bautista y el estar él inhabitado por el Espíritu Santo –es el Espíritu quien le enseña que Jesús es el Hombre-Dios, estando todavía en el vientre de su madre, Santa Isabel-, sino que es el que anuncia al Mesías. Estando con Andrés, es Juan el Bautista quien señala a Jesús y dice: “Éste es el Cordero de Dios”. Esta es una primera noticia que recibe Andrés, el saber que Jesús es el Cordero de Dios. ¡Cuántos hombres de buena voluntad y sincero amor a Dios, nacen en lugares en donde el Evangelio, o no puede ser predicado, o no ha sido aún predicado, y no conocen a Jesús, el Cordero de Dios, Presente en la Eucaristía! Ya por este solo hecho, Andrés puede considerarse el más afortunado de los hombres. Sin embargo, su buena fortuna no finaliza allí: al escuchar que Jesús es el Cordero de Dios, lo sigue y lo alcanza junto a Felipe, Jesús le pregunta qué es lo que desean, y ellos le preguntan “dónde vive”, a lo que Jesús les responde: “Vengan y lo verán”, y van con Jesús, para estar con Él durante el resto del día. Muchos hombres, deseosos de bien, de amor, de paz, de justicia, de alegría, de felicidad, buscan estos bienes incansablemente, sin saber que se encuentran todos, sin límite, en la compañía de Jesús Sacramentado, al pie del sagrario, pero no lo saben, porque no tienen a nadie que se los diga. Por último, en el Evangelio se narra que, luego de haber estado con Jesús, Andrés va al encuentro de su hermano Simón Pedro y le anuncia la hermosa noticia: “Hemos encontrado al Mesías”. En adelante, anunciar al Mesías se convertirá en la razón de vivir de Andrés, al tiempo que será lo que le granjeará la entrada en el Reino de los cielos, reservada para quienes dan sus vidas por el Cordero de Dios. Al recordar a Andrés, reflexionemos en cómo nosotros hemos recibido, no solo el anuncio del Mesías, sino la gracia santificante que nos ha convertido en hijos adoptivos de Dios; hemos recibido la fe católica, que nos enseña que Jesús está en la Eucaristía, en el sagrario, y allí estará “todos los días, hasta el fin del mundo”, para acompañarnos. Demos a nuestros prójimos el mismo anuncio que dio Andrés a Simón; parafraseando a Andrés, digamos a nuestro prójimo: “Jesús es el Cordero de Dios, lo hemos encontrado, Él es el Mesías, vive en el sagrario, y te espera, para darte todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico”.  

miércoles, 3 de enero de 2018

Memoria del Santísimo Nombre de Jesús


         La Iglesia celebra, por medio de la Santa Misa[1], el Santo Nombre de Jesús. La razón viene desde tiempos apostólicos, porque el Nombre de Jesús es el Único Nombre por el que los hombres son salvados del Demonio, del pecado y de la muerte: “No hay otro nombre dado para la salvación de los hombres” (cfr. Hch 4, 12). Además, el Nombre de Jesús es tan sublime, que está escrito que “al nombre de Jesús toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra y en los abismos, y toda lengua proclame: Jesucristo es el Señor para la gloria de Dios Padre” (Flp 2, 10-11). Esto quiere decir que al nombre de Jesús se doblan, por amor y en adoración, las rodillas de los hombres pecadores que, con el corazón contrito, lo aman y adoran en la tierra, y se doblan también las rodillas de los ángeles y santos del cielo que día y noche ensalzan su gloria y majestad por los siglos sin fin ensalzando su Misericordia, pero también doblan la rodilla, aplastados por el peso de la Justicia Divina que este Santísimo Nombre evoca, los ángeles caídos, que gimen para siempre en el Infierno el haber sido derrotados en la Cruz por Aquel que lleva el Dulce y Santo Nombre de Jesús.
El nombre de Jesús es nombre de salvación para el género humano, y ante él se dobla toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, porque no es el hombre de un hombre más entre tantos: es el nombre del Hombre-Dios; es el nombre de Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios. Es el nombre que no solo recuerda o evoca en la memoria al Salvador, sino que, en cierto sentido, lo hace presente al Salvador en persona, cuando el alma lo pronuncia con fe y con amor. Es un nombre sagrado, no porque haya “un poder intrínseco escondido en las letras que lo componen”[2] –lo cual acercaría a la concepción cabalística mágica hebrea-, sino porque “el nombre de Jesús nos recuerda todas las bendiciones que recibimos a través de Nuestro Santo Redentor”[3], pero sobre todo porque quien lo pronuncia con fe y con amor, atrae a la Persona Divina, la Segunda de la Trinidad, que tomó ese nombre en el momento de su Encarnación y esto en virtud del gran amor que el Hombre-Dios nos tiene.
         El Nombre Santísimo de Jesús es fuente de curación, tanto en las enfermedades corporales, como de consuelo en las tribulaciones espirituales. Nos consuela y ayuda en la lucha que mantenemos contra las “potencias malignas del Infierno” (cfr. Ef 6, 12), en las tribulaciones de la vida y en las afecciones corporales, según la promesa del mismo Jesús: “En mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien” (Mc 16, 17-18); en el Nombre de Jesús los Apóstoles dieron fuerza a los lisiados (Hch 3, 6; 9, 34) y vida a los muertos (Hch 9, 40).
Por el Santísimo Nombre de Jesús, el hombre atribulado encuentra consuelo en las aflicciones espirituales, según sus mismas palabras: “Venid a Mí todos los que estéis afligidos y agobiados, y Yo os aliviaré” (Mt 11, 28). El Nombre de Jesús le hace experimentar al pecador que las parábolas del Hijo pródigo y del Buen Samaritano no son meros relatos, sino narraciones que prefiguran la Divina Misericordia que sobre los pecadores se derrama sin límite, incontenible. El Nombre de Jesús no solo le recuerda al justo el sufrimiento y la muerte del inocente Cordero de Dios, que sufrió y murió por su salvación, sino que le hace presente, en su “aquí y ahora”, cada vez que pronuncia este Santo Nombre, al Salvador en Persona y a su misterio pascual salvífico de Muerte y Resurrección.
         Por el nombre de Jesús, obtenemos todo lo que le pedimos al Padre: “Todo lo que pidáis al Padre, en mi nombre, Yo lo haré” (Jn 14, 13) y es así que el alma, en cualquier momento de su vida y sobre todo en la muerte, cuando se siente acechado por el Maligno que quiere precipitarlo en el Infierno, experimenta el poder salvífico del Redentor, porque al invocar el Dulce Nombre de Jesús, se disipan las tinieblas del pecado, del error y de la ignorancia y los ángeles caídos huyen, temblando de pavor ante el Santo y temible Nombre de Jesús. Nos protege de Satanás y sus engaños, ya que el Demonio teme el Nombre de Jesús, Quien lo ha vencido en la Cruz de una vez y para siempre.
Por el Nombre de Jesús tienen sentido todas nuestras empresas realizadas para la mayor gloria de Dios, como dice el emperador Justiniano en su libro de leyes: “En el Nombre de Nuestro Señor Jesús empezamos todas nuestras deliberaciones”, y por el Nombre Santísimo de Jesús alcanzan buen fin nuestros afanes y ocupaciones, pues en el nombre de Jesús obtenemos toda bendición y gracia en el tiempo y la eternidad, como el mismo Cristo lo dijo: “Lo que pidáis al Padre os lo dará en mi nombre” (Jn 16, 23).
Por último, en el Nombre Santísimo de Jesús encontramos toda gracia y bendición, es que la Iglesia concluye todas sus plegarias con las palabras: “Por Jesucristo Nuestro Señor”, y es también la razón por la cual, para agradecer todas estas bendiciones, así como honramos la Pasión de Cristo honrando Su Cruz (Colvenerius, De festo SS. Nominis, ix), así reverenciamos y honramos este Nombre Santísimo descubriendo y doblando nuestras cabezas y nuestras rodillas ante el Nombre sobre todo nombre, Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. Misal Romano, Misa del 3 de Enero, El Santísimo Nombre de Jesús, Memoria libre.
[3] Cfr. ibidem.